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abril 10, 2016

MÁS QUE HUMANO - THEODORE STURGEON (Fragmento)



SEGUNDA PARTE - EL BEBÉ TIENE TRES AÑOS

Finalmente fui a ver a ese Stern. No era realmente un hombre viejo. Alzó la vista del escritorio, me miró un instante, y tomó un lápiz.

—Siéntate ahí, hijito.
Me quedé donde estaba hasta que volvió a mirarme. Entonces le dije:
—Oiga, si entrara aquí un enano, ¿qué le diría? ¿Siéntate, chiquito?
Stern volvió a dejar el lápiz sobre la mesa y se puso de pie. Sonrió. Su sonrisa fue tan breve y cortante como su mirada.
—Me equivoqué—me dijo—, pero ¿cómo podía saber que no quieres que te llamen hijito?
Esto era un poco mejor, pero yo estaba todavía enojado.
—Tengo quince años, y no tiene por qué gustarme. No me lo refriegue por la nariz. Sonrió otra vez y dijo que muy bien, y yo fui y me senté.
—¿Cómo te llamas? —Gerard.
—¿Nombre o apellido?
—Los dos—dije. —¿Es cierto eso?

—No—le contesté—. Y no me pregunte tampoco dónde vivo. —De ese modo no vamos a ir muy lejos.
—Eso es asunto suyo. ¿Qué está pensando? ¿Ve en mí sentimientos hostiles? Bueno, los tengo. Hay muchas otras cosas que andan mal en mí, o no hubiera venido. ¿Se va a detener por eso?
—Bueno, no, pero...
—Entonces, ¿qué le preocupa? ¿Cómo le van a pagar.?
Saqué un billete de mil dólares y lo puse sobre el escritorio.—Así no tendrá que presentarme la factura. Lleve bien la cuenta. Cuando se termine me lo dice y le daré otro. Y ya ve que no necesita mi dirección. Espere—le dije cuando él fue a tomar el dinero—. Déjelo ahí. Quiero estar seguro de que usted y yo vamos a ir adelante.
Stern juntó las manos.
—No, así no podremos entendernos hijo... quiero decir. Gerard.
— Así será, si quiere entenderse conmigo.
—Te gusta complicar las cosas, ¿no? ¿De dónde sacaste esos mil dólares?
—Gané un concurso. Veinticinco palabras o menos para explicar qué divertido me resulta lavar mi ropa interior con el Jabón Escamoso.—Me incliné hacia él.—Y esta vez digo la verdad.
—Perfectamente—dijo Stern.
Me sorprendió. Pensé que estaba enterado. Pero no añadió una palabra. Esperó a que yo siguiera hablando.
—Antes de comenzar, si comenzamos—dije—hay algo que quiero saber. Las cosas que yo le diga, las que vayan saliendo... ¿quedarán entre los dos, como con un cura o un abogado?
—Totalmente—dijo.
—¿No importa que?
—No importa que.
Lo observé con atención. Le creí.
—Recoja su dinero—le dije—. Puede seguir. No lo hizo.
—Como me dijiste hace unos instantes—empezó Stern—eso es asunto mío. Estos tratamientos no se compran como si fuesen caramelos. Tenemos que trabajar juntos. Si alguno de los dos no puede hacerlo, todo es inútil No puedes ir a ver al primer psiquiatra que encuentres en la guía telefónica y pedirle lo que se te ocurra sólo porque tienes dinero.

Le contesté con cansancio:
—No lo saqué de la guía telefónica, y el que usted pueda ayudarme no es solo una sospecha. Elegí entre una docena o más de sanacabezas antes de decidirme por usted.
—Gracias—dijo. Y pareció que iba a reírse de mí, lo que nunca me gustó—¿Elegiste. has dicho? ¿Como?
—Cosas que uno oye y lee. Ya sabe. No voy a decírselo. Así que ponga eso junto con mi dirección.
Me miró un rato. Por primera vez me dedicó algo más que una breve mirada. Luego recogió el billete.
—¿Qué tengo que hacer ahora?—le pregunté. —¿Qué quieres decir?
—¿Cómo vamos a empezar?
—Ya empezamos cuando cruzaste esa puerta. Claro, tuve que reírme.
—Está bien, me ha ganado. Solo conocía el principio. No sabía cómo iba usted a seguir y no pude adelantarme.
Eso es muy interesante—dijo Stern—¿Siempre te imaginas las cosas por adelantado? —Siempre.
—¿Y cuántas veces aciertas?
—Todas. Excepto... pero no tengo por qué hablarle de excepciones. Esta vez se sonrió de veras.
—Ya veo, uno de mis pacientes ha estado hablando. —Uno de sus ex pacientes. Sus pacientes no hablan.
—Les pido que no hablen. Y eso va para ti también. ¿Qué oíste?
—Que de lo que hace y dice la gente deduce lo que van a hacer y a decir. Y que a veces permite que lo hagan y a veces no. ¿Cómo aprendió a hacer eso? Stern pensó unos instantes.
—Creo que nací con cierto talento para los detalles. Y luego me equivoqué bastantes veces, y con bastante gente, hasta que aprendí a no equivocarme demasiado. ¿Y tú, como lo aprendiste?
—Contésteme a eso y no tendré que volver por aquí.
—¿De veras no lo sabes?
—Ojalá lo hubiera sabido. Oiga, esto no nos lleva a ninguna parte.
Se encogió de hombros. Depende de adónde quieras ir.
Hizo una pausa y volví a sentir toda la fuerza de su mirada.
—¿En qué resumida descripción de la psiquiatría crees actualmente?—me preguntó.
—No le entiendo.
Stern abrió un poco un cajón del escritorio y sacó de él una pipa ennegrecida. La olió y la dio vuelta, sin dejar de mirarme.
—La psiquiatría se ocupa de la cebolla del ser, desprendiendo una capa tras otra hasta llegar al purísimo centro del yo. O la psiquiatría penetra como el barreno de un pozo de petróleo, hacia abajo, hacia los lados, y otra vez más abajo, hasta alcanzar una capa rendidora. O la psiquiatría toma un puñado de impulsos sexuales y los arroja al campo de bolos de tu vida para que choquen con algunos episodios. ¿Alguna más?
Tuve que reírme.
—La última era muy buena.
—La última era muy mala. Todas son malas. Todas tratan de simplificar algo complejo. El único resumen que puedo ofrecerte es éste: nadie sabe lo que anda mal en ti sino tú mismo; nadie sino tú puede encontrar una cura; nadie sino tú puede reconocer si ésta es en verdad una cura, y una vez que lo has descubierto, nadie sino tú puede utilizarla.
—¿Para que está usted ahí, entonces?
—Para escuchar.
—No tengo por qué pagarle a nadie todo un jornal sólo para que me escuche una hora. —Es cierto. Pero estás convencido de que sé escuchar.
—¿Lo estoy?—Lo pensé un momento.—Creo que sí. Bueno, ¿usted no?
—No, pero nunca lo creerás.
Me reí. Me preguntó de qué se trataba. —Ya no me está llamando hijito—le dije. —No.
Meneó levemente la cabeza. Como mientras tanto seguía mirándome, los ojos parecían resbalarle dentro de las órbitas—¿Qué deseas saber acerca de ti mismo y que no quieres que se lo cuente a ningún otro?—Quiero descubrir por qué maté a alguien— dije rápidamente
No se inmutó.
—Acuéstate ahí. Me puse de pie.
—¿En ese sofá?
Hizo un gesto afirmativo.
Mientras me estiraba en el sofá, con el cuerpo casi rígido, le dije: —Me siento como en un chiste.
—¿Qué chiste?
—Un hombre vestido con racimos de uvas—dije mirando el techo. Era de un gris muy claro.
—¿Qué decía?
—«Tengo troncos llenos de estos trajes.» —Muy bueno—dijo suavemente.
Lo miré con atención. Comprendí entonces que era de esa clase de hombres que se ríen para adentro, cuando se ríen.
—Lo incluiré en un libro de historias clínicas algún día—me dijo—, pero no te incluiré a ti. ¿Para qué has recordado ese chiste?—Como no le contesté se levantó y se sentó en una silla detrás de mi cabeza, en donde yo no podía verlo.—Puedes dejar de hacer pruebas, hijito. Soy bastante bueno para ti.

Apreté las mandíbulas con tanta fuerza que me dolieron los dientes, y después relajé todos los músculos. Fue magnífico.
—Está bien dije—. Lo siento.
No dijo nada, pero me pareció que se reía otra vez. Aunque no de mí. —¿Cuántos años tienes?
—Este... quince
—Este... quince—repitió. ¿Qué quiere decir quince?
—Nada. Tengo quince años.
—Cuando te pregunté cuántos años tienes, dudaste porque te vino otro número a la boca. Lo rechazaste y lo cambiaste por «quince».
—¡No cambié nada! ¡Tengo quince!
—No niego que los tengas.—Hablaba serenamente—Vamos, ¿cuál era ese otro número?
Me enfurecí otra vez.
—No hay otro número ¿Qué pretende? ¿Estudiar mis gritos, asegurar esto y aquello hasta que todo signifique lo que según usted quiere significar?
Guardó silencio.
—Tengo quince—dije desafiante. Añadí—No me gusta tener sólo quince. Usted lo sabe. No es que quiera insistir en que tengo quince.
Siguió esperando sin decir una palabra. —El número era ocho.
—Así que tienes ocho años. ¿Y cómo te llamas
—Gerry.—Me incorporé en un codo, y di vuelta la cabeza hasta que pude verlo. Había abierto la pipa y estaba mirando a través de la boquilla hacia la lámpara del escritorio.— Gerry, sin «este».
—Muy bien—dijo suavemente haciéndome sentir verdaderamente tonto.
Volví a acostarme y cerré los ojos. Ocho, pensé. ocho.
Ocho, ocho, plato. Estado, odio. Comí del plato del estado y odié. Todo esto no me gustaba y entorné los párpados. El techo era gris aún. Todo estaba bien. Stern, sentado en alguna parte, detrás de mi, con su pipa, estaba bien. Respire hondamente, una, dos, tres veces, y luego cerré los ojos. Ocho. Ocho años de edad. Ocho, odio. Años, miedo. Edad, frío ¡Maldita sea! Me torcí y retorcí en el sofá buscando un modo de vencer el frío. Comí del plato del...
Gruñendo, tomé mentalmente todos los ochos y todas las rimas y todo lo que esto significaba y los ennegrecí cuidadosamente. Pero enseguida volvieron a aclararse. Tenía que ponerles algo encima. Imaginé la gran figura luminosa de un ocho y la coloqué allí.
Pero el ocho comenzó a rodar, acostado y una luz apareció en el interior de sus asas. Era como una de esas películas en relieve, que se miran con unos anteojos. Iba a tener que mirar, me gustase o no.
De pronto abandoné toda resistencia, y dejé que la visión me inundase. Los anteojos se acercaron, cada vez más, y allí estaba yo.
Ocho. Ocho años de edad. Frío como un animal en una zanja. La zanja corría junto al ferrocarril. El año último, el cañaveral era unas mantas espinosas. El suelo era rojo; y cuando no, era un cieno resbaladizo y pegajoso. Estaba helado y duro como barro cocido.
Esa dureza tenía ahora cubierto por una escarcha blanquecina, fría como la luz del invierno que sube por las lomas. Durante la noche, las luces eran tibias, y estaban dentro de las casas de los otros. Durante el día el sol estaba también en la casa de algún otro, pues a mí no me hacía ningún bien.
Yo estaba agonizando en aquella zanja. La noche anterior había sido un lugar tan bueno como cualquiera para dormir, y esta mañana era un lugar tan bueno como cualquiera para morir. Así mismo. Ocho años de edad, el dulce y enfermizo sabor de la grasa de cerdo y el pan húmedo que sacas de algún tacho de basura, el estremecimiento de terror cuando estás, robando una arpillera y oyes el ruido de unos pasos.
Y oí unos pasos.
Yo estaba acostado sobre un lado del cuerpo. Me cubrí el estómago, porque a veces le patean a uno el estómago, y me tapé la cabeza con los brazos. Nada más.
Después de un rato, alcé los ojos y vi un zapato enorme, un tobillo en el zapato, y al lado otro zapato. Esperé inmóvil los puntapiés. No es que me importara mucho, pero era verdaderamente una vergüenza. En todos estos meses nunca me habían sorprendido, ni siquiera se me habían acercado, y ahora esto. Me daba tanta vergüenza que me eché a llorar.
El zapato me tomó por debajo del brazo, pero no se trataba de un puntapié. Me hizo girar. Estaba tan endurecido por el frío, que me di vuelta como un trozo de madera.
Conservé los brazos sobre la cara y la cabeza, y me quedé inmóvil, con los ojos cerrados. Por alguna razón dejé de llorar. Creo que la gente llora sólo cuando cree que va a recibir alguna ayuda.
Como no ocurrió nada, abrí los ojos y aparté los brazos hasta que pude ver algo. Había un hombre a mi lado, alto como una montaña. Tenía unos descoloridos pantalones de lienzo y una chaquetilla tipo Eisenhower con grandes manchas de sudor bajo los brazos.
La cara era peluda, como la de esos tipos a quienes les crece algo que no puede llamarse una barba y nunca se afeitan.
—Levántate—me dijo el hombre.
Le miré el zapato, pero no iba a patearme. Me incorporé a medias y casi me caí de nuevo, pero el hombre me sostuvo poniéndome una mano en la espalda. Así estuve un rato, sin poder moverme, y luego me apoyé en una rodilla.
—Vamos—dijo el hombre—. En marcha.
Juro que sentí que los huesos se me rompían, pero me puse de pie. Mientras me levantaba, tomé del suelo una piedra redonda y blanca. Tuve que mirar para saber si la estaba agarrando de veras. Tenía los dedos agarrotados.
—Váyase de aquí o le romperé los dientes de una pedrada—le dije.
El hombre extendió y bajó la mano tan rápidamente que no pude ver cómo metió un dedo entre mi palma y la piedra, arrancándomela.
Empecé a echarle maldiciones, pero me volvió la espalda y subió por el terraplén hacia las vías. Apoyó la barbilla en el hombro y dijo:
—Vamos, ¿quieres?
No trataba de atraparme, y por eso no corrí. No me hablaba, y por eso no discutí con él. No me pegó, y por eso no me enfurecí. Lo seguí. Me esperó. Me extendió una mano y se la escupí. Entonces se fue, subiendo hacia las vías, hasta desaparecer de mi vista. Subí a gatas el terraplén. La sangre me empezaba a circular por las manos y los pies y yo los sentía como cuatro puerco espines patas arriba. Cuando llegué a los durmientes, el hombre estaba esperándome.
La pendiente terminaba allí, pero a mí me pareció, que las vías subían por una montaña y que la montaña se me venía encima. Cuando me di cuenta, yo estaba en el suelo, de espaldas, mirando el cielo frío.
El hombre se me acercó y se sentó en una de las vías. No trató de tocarme. Jadeé un par de veces, y de pronto sentí que sólo necesitaba dormir un minuto, sólo un minutito.
Cerré los ojos. El hombre me hundió su dedo índice en las costillas. Me dolió.
—No te duermas—dijo.
Lo miré.

—Estás completamente helado y muerto de hambre. Quiero llevarte a casa para que te calientes y comas. Pero hay un buen tirón y no podrás llegar solo. ¿No te importa que te lleva a cuestas? ¿O prefieres caminar?
—¿Qué va a hacer conmigo cuando lleguemos a su casa?
—Ya te lo dije. —Bueno, adelante.
Me alzó en sus brazos y echó a caminar vías abajo. Si el hombre hubiera añadido una sola palabra yo me hubiese vuelto a acostar en la zanja hasta morirme de frío. Pero ¿por qué me preguntó si yo quería ir de este modo o de otro? Yo no podía moverme.
Dejé de preocuparme y me quedé dormido.
Me desperté una vez en el momento en que doblábamos a la derecha. Nos metimos en el bosque. No se veía ningún sendero, pero el hombre caminaba con seguridad. La vez siguiente, me despertó un crujido. El hombre estaba cruzando un lago helado, y el hielo cedía bajo sus pies. No trató de apresurarse. Miré hacia abajo y vi las grietas blancas, pero el hombre ni siquiera se inmutó. Me dormí otra vez.
Al fin me dejó en el suelo. Habíamos llegado. Estábamos en una habitación muy caliente. Enseguida me puse en guardia. Lo primero que hice fue buscar la puerta. La vi, y de un salto me instalé junto a ella, con la espalda apoyada en la pared por si acaso se me ocurría escapar. Luego miré a mi alrededor.
Era una habitación bastante grande. Una de las paredes era de roca y las otras de troncos y barro. Un fuego muy vivo ardía en la pared de piedra, pero no exactamente en una chimenea, sino en una especie de hueco. En un estante de la pared opuesta había una vieja batería de automóvil y de sus alambres colgaban dos amarillentas lámparas eléctricas. Había una mesa, algunas cajas y un par de banquetas de tres patas. El humo nublaba el aire, se sentía un olor a comida tan maravilloso, conmovedor, dulzón y crepitante que sentí en la boca el chorro de una pequeña manguera.

—¿Qué he traído, bebé?—preguntó el hombre.
La habitación estaba llena de chicos Bueno, eran tres, pero parecían más. Había una niña aproximadamente de mi edad, de unos ocho años, quiero decir, con la cara manchada de azul. Tenía un caballete, una paleta con muchos colores y un puñado de pinceles que no estaba usando. Extendía la pintura pasando los dedos por el lienzo. A su lado vi a una negrita, de unos cinco años que me miraba con ojos grandes y asombrados. Y en una canasta, que era una especie de Luna, apoyada en dos caballetes de madera, había un bebé. Me pareció que tendría unos tres o cuatro meses. Babeaba, le salían unas burbujas de la boca, movía desordenadamente las manos y agitaba las piernas, como todos los bebés.
Cuando el hombre habló la niña que estaba junto al caballete me echó una mirada y se volvió hacia la cuna. El bebé babeó y movió las piernas en el aire.
—Se llama Gerry. Está enojado.
—¿Por qué está enojado? —preguntó el hombre mirando al bebé. —Por todo—respondió la niña—y por todos.
—¿De dónde viene?
—Eh. ¿Qué es esto?—exclamé, pero nadie me hizo caso. El hombre continuó con las preguntas y la chica siguió respondiendo. Yo nunca había visto nada parecido.
—Se escapó del asilo de huérfanos —dijo la chica—Lo cuidaban bastante, pero nadie coengranaba con él.
Así dijo, «coengranaba»
Abrí la puerta y entró una ráfaga de aire frío. —¡Canalla!—le grité al hombre. —Lo mandan del asilo.
—Cierra la puerta, Janie—dijo el hombre.
La niña no se movió, pero la puerta se cerró de golpe. Traté inútilmente de abrirla. Grité y me puse a forcejear.
—Será mejor que se quede en un rincón—dijo el hombre. —Janie, ponlo en un rincón.
Janie me miró. Una de las banquetas se elevó en el aire y vino volando hacia mí y me golpeó con la tabla del asiento. Salté hacia atrás, y la banqueta me siguió. Me moví a un costado, y me encontré en el rincón. La banqueta se acercó otra vez. Traté de derribarla, y sólo conseguí lastimarme la mano. Me agaché y descendió conmigo. Intenté pasar por encima, y rodó por el suelo, y yo junto Con ella. Me incorporé y me quedé temblando en el rincón. La banqueta se puso derecha y clavó las patas en el suelo.
—Gracias, Janie—dijo el hombre. Miró hacia el rincón. —Quédate ahí, sin moverte. Más tarde me ocuparé de ti. No era necesario que hicieras tanto alboroto.—Y añadió dirigiéndose al bebé:—¿Nos sirve realmente?
Y otra vez respondió la niña:
—Seguro. Es el indicado.
—Bueno—dijo el hombre, ¡qué me dices!—Se acercó a mí y añadió—: Gerry, puedes vivir con nosotros. No soy del asilo. Y no dejaré que te encierren.
—¿No, eh?.
—Te odia—dijo Janie.
—¿Qué tengo que hacer?
Janie volvió la cabeza y miró la canasta. —Dale un poco de comida.
El hombre asintió y comenzó a atarearse en el fuego.
En todo ese tiempo, la negrita no se había movido, ni había dejado de mirarme con sus ojos saltones. Janie volvió a su pintura y el bebé siguió ocupado en sus cosas, de modo que no me quedó más que mirar a la negra.
—¿Qué demonios estás mirando?—le grité.
Me hizo una mueca.
—Gerry, jo, jo—dijo, y desapareció.
Quiero decir que realmente desapareció, como una luz que se apaga, dejando un pequeño montón de ropas. Su vestidito flotó en el aire unos instantes y luego cayó al suelo. Eso fue todo. La negrita se había ido.
—Gerry, ji, ji—se oyó.
Alcé la vista, y allí estaba, completamente desnuda, encaramada en una saliente de la roca, no muy lejos del techo. Apenas la vi, desapareció.
—Gerry, jo, jo—dijo la negrita.
Ahora estaba en el otro extremo de la habitación, en lo alto de unos cajones amontonados que servían de estantes.
—Gerry, ji. ji, Estaba debajo de la mesa. —Gerry, jo, jo.
Y la negrita apareció en el rincón, apretándose contra mí.
Grité, traté de separarme de ella y derribé la banqueta. Temí que la banqueta comenzara otra vez a moverse y me hundí en el rincón. La negrita ya no estaba a mi lado.
El hombre, atareado junto al fuego, miró por encima del hombro y dijo—Bueno, basta, chicas.
Hubo un momento de silencio. La negrita salió lentamente de los estantes bajos, fue hasta su vestido y se lo puso.
—¿Cómo hacías eso?—le pregunté.
—Jo, jo—dijo la negrita.
—Es fácil. Son dos mellizas—dijo Janie. —Ah.
Otra negrita, exactamente igual, salió de algún lugar entre las sombras se puso junto a la primera. Eran idénticas. Allí se quedaron, mirándome. Esta vez dejé que me miraran.
—Estas son Bonnie y Beanie—dijo la pintora—. Este es el bebé y éste —y señaló al hombre—es Lone. Y yo soy Janie.

—Si—dije. No sabía qué decir.
—Agua, Janie—pidió Lone y alzó una olla. Oí el ruido del agua que entraba en la olla, pero no vi nada.
—Ya es bastante—dijo Lone, y colgó la olla de un gancho. —Vamos, Gerry, siéntate. Miré la banqueta.
—¿Ahí?
—Claro.
—No.
Tomé el plato y me senté en el suelo, contra la pared.
—Eh—dijo el hombre al cabo de un minuto.—No te apures, que los demás ya hemos comido. Nadie te va a quitar ese plato. Come con calma.
Comí más rápido que antes. Aún no había terminado, cuando empecé a vomitar. Me golpeé la cabeza con el borde de la banqueta. Dejé el plato y la cuchara, y me quedé tendido en el piso. Me sentía muy enfermo.
Lone se acercó y me miró.
—Lo siento, Gerry—me dijo.—Limpia esto, ¿quieres, Janie?
La suciedad se desvaneció ante mis ojos. Ya nada me llamaba la atención. Sentí que el hombre me ponía la mano en el cuello y que luego me acariciaba la cabeza.
Beanie, tráele una manta. Vamos, todos a dormir. Este chico necesita descanso.
Sentí cómo me envolvían en la manta, y creo que me quedé dormido allí antes que Lone me pusiera en el suelo.
No sé qué hora sería cuando me desperté. En un principio no supe dónde estaba. Asustado, levanté la cabeza, y vi entonces el pálido resplandor de la leña. Lone dormía vestido frente al fuego. El caballete de Janie se alzaba en la rojiza oscuridad como un insecto imposible y feroz. La cabeza del bebé asomaba en el borde de la canasta, pero era imposible saber si miraba hacia mí o hacía alguna otra parte. Janie estaba tendida en el suelo, cerca de la puerta, y las mellizas sobre la mesa. Nada se movía, excepto el bebé que cabeceaba de cuando en cuando.

Incorporándome, miré a mí alrededor. La casa era sólo esta habitación, y había una única puerta. Fui hacia ella en puntas de pie. Cuando pasé junto a Janie, la niña abrió los ojos.
—¿Qué pasa?—murmuró. —Nada que te interese—le dije.
Me acerqué a la puerta haciéndome el distraído, pero sin dejar de mirar a Janie. Ella no se movió. Y la puerta estaba tan cerrada como antes.
Volví hacia Janie. Alzó la vista hacia mí. No estaba asustada. —Tengo que ir al retrete—expliqué.
—Ah, ¿por qué no me lo dijiste antes?—preguntó la niña.
De pronto lancé un quejido y me tomé el vientre con las manos. No sé lo que sentí, entonces. Fue como si me doliera, pero no me dolió. Nunca me había ocurrido una cosa igual. Afuera, sobre la nieve, algo hizo plop.
—Muy bien—dijo Janie—. Vuelve a la cama.
—Pero tengo que ir a...
—¿Adónde?
—A ninguna parte.
Era cierto. No tenía que ir a ninguna parte.
—La próxima vez dímelo enseguida. No te preocupes por mí. No hice ningún comentario. Volví a mis mantas.
—¿Eso es todo? dijo Stern.
Yo seguía acostado en el sofá, con los ojos puestos en el cielo raso gris.

—¿Cuántos años tienes?—me preguntó.
—Quince—le respondí como entre sueños.
Se quedó callado, y empecé a ver, además del techo, unas paredes, una alfombra, unas lámparas, un escritorio y una silla donde estaba Stern. Me senté, me quedé un rato con la cabeza entre las manos, y luego alcé los ojos. Stern me observaba, jugueteando con su pipa.
—¿Qué me ha hecho?—le pregunté.
—Ya te lo he dicho. Yo no hago nada. Todo lo haces tú.
—Me hipnotizó. —No.

Habló serenamente, pero con firmeza.
—¿Qué pasó entonces? Fue... fue como si aquello volviera a repetirse.
—¿Sentiste algo?
—Todo.—Me estremecí.—Todo aquel infierno. ¿Qué era?
—Pasado el momento, uno se siente mejor. Puedes vivirlo de nuevo, y cuantas veces quieras, y cada vez te dolerá un poco menos. Ya lo verás.
Por primera vez, en mucho tiempo, me sentí asombrado. Pensé un rato, y luego dije:
—Si lo hice yo solo, ¿cómo nunca me pasó antes? —Se necesita alguien que escuche.
—¿Que escuche? ¿Entonces estuve hablando? —Y bien rápido.
—¿Lo conté todo?
—¿Cómo puedo saberlo? Yo no estaba allí.
—Usted no cree que todo eso haya ocurrido, ¿no es cierto? Las chicas que desaparecen, la banqueta y todo lo demás.

Stern se encogió de hombros.
—No soy yo quien tiene que creer o no creer. ¿A ti te pareció real? —¡Demonios, ya lo creo!
—Bueno, eso es lo único que interesa. ¿Es ahí donde vives, con esa gente?
De un mordisco me arranqué una uña que me estaba molestando.
—Ya no; no desde que el bebé cumplió tres años—miré a Stern—. Usted se parece a
Lone.
—¿Por qué?
—No sé. No, no se parece.—Y añadí enseguida:—No sé por qué dije eso.
Me acosté otra vez. El techo era gris y las lámparas brillaban débilmente. Oí el ruido de la pipa entre los dientes de Stern. Me quedé quieto un buen rato.
—No pasa nada—dije. —¿Que quieres que pase? —Como antes.
—Algo quiere salir. Déjalo, ya aparecerá.—Sentí en mi cabeza como un tambor giratorio donde estaban fotografiados los lugares, los objetos y las personas que yo trataba de recordar. Y el tambor giraba con tanta rapidez que yo no podía distinguir las figuras. Detuve el tambor y las figuras desaparecieron. Volví a hacerlo girar y volví a pararlo.
—No pasa nada—dije.
—El bebé tiene tres años—dijo Stern.
—Oh—dije.—Eso.
Cerré los ojos. Así debe ser. Ser, ver, noche, luz. Debo haber visto una luz en la noche. Quizá vi al bebé. Quizá al bebé de noche gracias a esa luz.
Noche tras noche dormí en esa manta y muchas otras noches no dormí. En esa casa de Lone había siempre algo que hacer. A veces yo dormía de día. Nadie dormía a la misma hora, salvo que alguien estuviera enfermo, como en aquella primera noche.

La débil luz del fuego y las lámparas amarillentas y viejas que colgaban de la batería apenas alumbraban la casa. Había siempre una especie de oscuridad, tanto de día como de noche. Cuando la luz era demasiado débil, Janie arreglaba la batería, y las lámparas volvían a brillar.
Janie hacía aquello que los demás no eran capaces de hacer. Todos trabajaban, por otra parte. Lone estaba afuera mucho tiempo. A veces se llevaba a las mellizas para que le sirvieran de ayuda, pero uno nunca advertía que éstas faltaran. Pues estaban aquí y allá, y otra vez aquí, todo en un abrir y cerrar de ojos. Y el bebé seguía en su cuna.
Yo también trabajaba. Cortaba leña para el fuego y añadía algunos estantes, y luego me iba a nadar con y las mellizas. Y hablaba con Lone. Yo no sabía hacer nada que los demás no pudieran hacer, y en cambio los otros hacían muchas cosas para mí imposibles. Naturalmente, yo andaba casi siempre enojado. Pero de otro modo yo no hubiera podido arreglármelas. Eso no nos impedía coengranar. Coengranar era una palabra que Janie usaba muy a menudo. Según ella se la había enseñado el bebé. Según ella quería decir que todos nosotros formábamos un solo ser, aunque hiciéramos cosas diferentes. Dos brazos, dos piernas, un cuerpo, una cabeza dedicados a una tarea común, aunque la cabeza no pudiera caminar y los brazos no pudieran pensar. Lone decía que quizá el vocablo era una unión de «combinar» y «engranar». Pero me parece que mucho no lo creía. Era en realidad más que eso.
El bebé hablaba continuamente, como una estación de radio que funciona todo el día. Uno puede escuchar la transmisión cuando se le antoje, pero aunque uno no la sintonice, la estación continúa transmitiendo. He dicho que el bebé hablaba, pero no era eso exactamente. En realidad funcionaba como un semáforo. Uno pensaba que esos vagos y confusos movimientos tic las manos, los brazos, las piernas y la cabeza no tenían sentido, pero en realidad lo tenían. Era como un semáforo, pero los movimientos no expresaban letras o sílabas, sino pensamientos completos.

Así, por ejemplo, extender la mano izquierda, alzar y agitar la mano derecha, golpear con el pie izquierdo; significaba: «cualquiera que piense que el estornino es una peste no sabe exactamente qué piensa el estornino», o algo semejante. Janie decía que ella misma le había pedido al bebé que inventara el asunto del semáforo. Decía que ella era capaz de escuchar el pensamiento de las mellizas—así decía, escuchar el pensamiento— y que las mellizas podían escuchar al bebé. De modo que si ella les preguntaba a las mellizas lo que quería saber, éstas le preguntaban al bebé y luego le transmitían la respuesta. Pero cuando las mellizas empezaron a crecer, perdieron esa habilidad. A todos los niños les pasa lo mismo. De modo que el bebé aprendió a entender el lenguaje hablado, y a responder con señales de semáforo.
Lone no entendía las señales, ni yo tampoco. Las mellizas no le prestaban ninguna atención. Janie, en cambio, observaba al bebé continuamente. El bebé entendía en seguida lo que uno quería preguntarle y se lo comunicaba a Janie, y ésta nos decía de qué se trataba. En parte, al menos. Nadie entendía realmente todo lo que quería decir el bebé, ni siquiera Janie.
Pero recuerdo que Janie se sentaba a pintar y observaba al bebé, y que de pronto se echaba a reír.
El bebé no crecía. Janie sí, y también las mellizas y yo, pero no el bebé. Estaba ahí, nada más. Janie lo alimentaba y lo limpiaba cada dos o tres días. No lloraba ni molestaba a nadie. Casi siempre estaba solo.
Janie le mostraba los cuadros antes de borrarlos y de empezar a pintar otra vez. Tenía que borrarlos, pues sólo tenía tres lienzos. Por suerte, pues me horroriza pensar lo que hubiera sido aquella habitación si Janie hubiese conservado todas sus obras; pintaba cuatro o cinco por día.
Lone y las mellizas andaban siempre ocupados buscando un poco de trementina. Janie podía llevar de nuevo las pinturas a la paleta sin ninguna dificultad, pues le bastaba mirar el cuadro, y un color cada vez; pero la trementina era siempre útil. Un día, Janie me dijo que como el bebé recordaba todos sus cuadros no había ningún motivo para que ella los conservara. Eran cuadros de máquinas, engranajes y palancas, y otros que parecían circuitos eléctricos y cosas semejantes. Nunca me preocuparon mucho.
Una vez salí con Lone a buscar un poco de trementina y un par de jamones. Caminamos a través de los bosques, cruzamos las vías del ferrocarril, y descendimos un par de kilómetros hasta un lugar desde donde podían verse las luces de un pueblo. Luego otra vez un bosque, algunas avenidas, y una calle transversal.
Lone caminaba como siempre, pensando y pensando.
Llegamos a una ferretería. Lone se adelantó, miró la cerradura y volvió a buscarme, sacudiendo la cabeza. Encontramos luego un almacén de ramos generales. Lone gruñó y nos paramos en la sombra, junto a la puerta. Miré hacia adentro.
Y allí estaba Beanie, en el interior del almacén, totalmente desnuda, como en otras ocasiones similares. Se acercó a la puerta y la abrió. Entramos, y Lone cerró otra vez.
—Vete a casa, Beanie—dijo—, antes que te enfríes.
—Jo, jo—dijo la negrita haciéndome una mueca, y desapareció.
Encontramos un par de buenos jamones, y una lata de diez litros de trementina. Me quise quedar con una lapicera de bolilla, y Lone me dio un coscorrón y tuve que ponerla otra vez en su sitio.
—Sólo nos llevamos lo necesario—me dijo.
Cuando salimos del almacén, Beanie volvió, cerró la puerta y se fue otra vez para casa.

Salí con Lone en muy contadas ocasiones, sólo cuando tenía que ayudarle a traer los paquetes.

Estuve allí tres años. Es todo lo que puedo recordar. Lone o había salido o estaba en la casa, pero uno apenas notaba la diferencia. Las mellizas estaban casi siempre juntas. Janie me gustaba, pero nunca hablábamos mucho. El bebé hablaba, en cambio, continuamente, pero uno no sabia qué decía.
Estábamos todos ocupados y coengranábamos.

Me senté de pronto en el sofá. —¿Qué pasa?—preguntó Stern.
—No pasa nada. Esto no nos lleva a ninguna parte.
—Dijiste eso antes de comenzar. ¿No crees que has conseguido algo desde entonces? —Ah, sí, pero...
—Y bueno, ¿cómo puedes estar seguro esta vez?—No le contesté y volvió a preguntarme:—¿No te gustó la última parte?
—No me gustó ni me disgustó. No significaba nada. Sólo charla. —Entonces ¿qué diferencia encuentras entre esta vez y la anterior?
—¡Demonios, una diferencia enorme! La primera vez lo sentí todo. Lo vivía realmente.
Pero esta vez nada.
—¿Qué crees que habrá pasado? —No sé. Usted lo sabrá.
—Supongamos dijo con aire pensativo que se trate de algo muy desagradable y que no quieras recordarlo.
—¿Desagradable? ¿Cree usted que morirse de frío no es desagradable?
—Lo desagradable puede tener muchas formas. A veces lo que uno precisamente busca, la solución de todos los problemas, nos parece tan horrible que ni queremos acercarnos. O tratamos de ocultarlo, por lo menos. Espera... Stern se interrumpió.—Quizá «horrible» y «desagradable» no son las palabras exactas. Puede ser algo que deseas enormemente; pero no se quiere seguir.
—Yo quiero seguir.
Stern calló, como si tuviera que poner en orden sus pensamientos, y luego dijo:
—Hay algo en esa frase, «el bebé tiene tres años», que te molesta mucho. ¿Por qué?
—Demonios si lo sé. —¿Quién la dijo?

—No sé... este.—Stern sonrió. —¿Este?
Le respondí con otra sonrisa. —Yo la dije.
—Bien. ¿Cuándo?
Seguí sonriendo. Stern se inclinó hacia adelante y luego se puso de pie.
—Nunca vi persona más insensata—dijo. No le respondí, y Stern se volvió a su escritorio—. No deseas seguir, ¿no es cierto?
—No.
—¿Y si te digo que te resistes porque estás a punto de descubrir lo que buscas?
—¿Por qué no me lo dice a ver qué pasa?
Sacudió la cabeza.
—No te lo diré. Vamos, vete si quieres. Te daré el cambio. —¿Cuántos se paran cuando están a punto de descubrir la solución? —Casi todos.
—Bueno, no seré uno de ésos. Me tendí otra vez en el sofá.

Stern no se rió, ni dijo «bien» ni mostró ningún entusiasmo. Tomo el teléfono dijo:
—Cancele todo por esta tarde.

Luego fue a sentarse otra vez en la silla, fuera de mi vista. El silencio era total. Una habitación a prueba de ruidos.

—¿Qué opina usted—comencé a decir—. ¿Por qué Lone me habrá dejado vivir en la casa si yo no era capaz de hacer lo que hacían los otros?
—Quizá podías.
—Oh, no—afirmé—Traté de hacerlo. Yo era bastante fuerte para mi edad y sabía callarme a tiempo, pero en todo lo demás era como cualquier chico. Lo soy aún ahora. Lo
único que me distingue es el hecho de haber vivido con Lone en aquel tugurio. —¿Tiene eso algo que ver con «el bebé tiene tres años»?
Miré el cielo raso.
—El bebé tiene tres años. El bebé tiene tres años. Fui a vivir a un caserón donde había un sendero que daba vueltas entre los árboles y terminaba bajo lo que parecía ser la marquesina de un teatro. El bebé tenía tres años. El bebé...
—¿Cuántos años tienes?
—Treinta y tres—respondí, y como si aquel sofá me estuviera quemando, me levanté de un salto y corrí hacia la puerta.
Stern me alcanzó.
—No seas tonto. ¿Me quieres hacer perder toda la tarde?
—¿Y qué me importa? ¿Acaso no le he pagado? —Muy bien. Es cosa tuya.
Volví al sofá.
—Este asunto no me gusta nada—dije. —Mejor. Quiere decir que andamos cerca.
—¿Qué me hizo decir treinta y tres? No tengo treinta y tres años. Tengo quince. Y otra cosa—¿Si?
—A propósito de esa frase. «el bebé tiene tres años» La dije yo, de acuerdo. Pero cuando pienso en eso... no es mi voz.
—¿Así como treinta y tres no es tu edad?
—Eso es.
—Gerry—dijo Stern afectuosamente—no hay nada que temer.
Me di cuenta que mi respiración era algo agitada. No me desanimé. —No recuerdo—dije—haber dicho algo con la voz de otro.

—Oye, este asunto de sanar cabezas, como lo llamaste antes, no es lo que cree la mayoría. Cuando entro contigo en tu mente—o cuando entras tú solo, lo que es lo mismo, no descubro un mundo muy distinto del mundo llamado real. No parece así al principio, porque el paciente se presenta con toda clase de fantasías, caprichos y extrañas experiencias. Pero todos vivimos en un mundo semejante. Cuando alguien dijo que la verdad es más extraña que la ficción, se refería a algo parecido. Vayamos a donde vayamos o hagamos lo que hagamos, estamos siempre rodeados de símbolos, de cosas poco familiares que no miramos nunca, o que no vemos cuando se nos ocurre mirarlas. Si alguien pudiera contarte exactamente lo que ve, y lo que piensa, mientras da dos o tres pasos por la calle, tendrías una imagen del mundo increíblemente retorcida, oscura y parcial, como nunca hubieras podido imaginártela. Nadie se fija realmente en lo que le rodea, hasta que entra en un consultorio como éste. No importa el hecho de que está viendo sucesos del pasado: lo que cuenta es que por primera vez ve con claridad, y sólo porque, por primera vez, trata de hacerlo. Bien, ahora a propósito de ese «treinta y tres».
No creo que un hombre pueda tener una experiencia más desagradable que la de descubrir que tiene los recuerdos de otro. El yo es algo demasiado importante, y no tolera que lo anulen. Pero piensa un rato: los pensamientos son algo así como un lenguaje secreto, y uno no tiene la clave de más de una décima parte. Ahora bien, en ese pensamiento hay algo que aborreces. ¿No entiendes que el único modo de encontrar la clave es no tratar de rechazarlo?

—¿Cree usted que he comenzado a recordar con... con la mente de algún otro? —Así te pareció y eso significa algo. Veamos qué.
—Bueno.
Me sentí enfermo. Me sentí cansado. Y de pronto comprendí que sentirme enfermo y cansado era un modo de escapar.
—El bebé tiene tres años—dijo Stern.
El bebé tiene quizá tres años. Yo tres, treinta y tres. Tú, Kew, tú.
—¡Kew!—grité. Stern no dijo nada—. Oiga, no sé por qué, pero creo conocer el camino verdadero, y no es el que estamos siguiendo. ¿Le importa si tomo otro?
—Tú eres el médico—dijo Stern. Tuve que reírme. Luego cerré los ojos.

Los bordes y los marcos de las ventanas asomaban entre las puntas del follaje. El verde de la hierba cubría los prados, claro y limpio, y parecía como si las flores estuviesen temiendo que se les quebraran y ensuciaran los pétalos.

Subí por el sendero con mi nuevo par de zapatos. Me habían obligado a ponerme esos zapatos y mis pies no podían respirar. No quería ir a la casa, pero tenía que ir.
Subí por los peldaños, entre las grandes y blancas columnas, y me quedé mirando la puerta. Deseé poder mirar a través de la puerta, pero era demasiado blanca y demasiado sólida. Sobre la puerta, muy arriba, había una ventana en forma de abanico, con otras ventanas a los lados; pero todos los vidrios eran de colores. Di un puñetazo en la puerta y la ensucié.
No vino nadie y golpeé de nuevo. La puerta se abrió de pronto, y una mujer negra, alta y delgada, me preguntó:
—¿Qué buscas?
Dije que tenía que ver a la señorita Kew.

—Bueno, la señorita Kew no querrá verte con esa cara—dijo la negra. Tenía una voz estridente—. Estás muy sucio. Me enfurecí. Ya estaba bastante molesto por haber tenido que venir, cruzándome con la gente en pleno día y todo lo demás.
—Mi cara no tiene nada que ver—dije—. ¿Dónde está la señorita Kew? Vamos, vaya a buscarla.
—¡No me hables de ese modo!—gritó la mujer.
—No tengo ningún interés en hablarle, de ningún modo. Déjeme entrar.
Comencé a desear que Janie estuviera conmigo. Janie hubiera podido mover a la mujer. Pero tenía que arreglármelas solo. Y no lo hice muy bien. La mujer dio un portazo antes que yo pudiera echarle una maldición.
Así que empecé a patear la puerta. Para eso si que servían los zapatos. Al rato la puerta se abrió tan bruscamente que casi me fui de narices. La mujer apareció con una escoba.
—¡Fuera de aquí, basura—me gritó—o llamaré a la policía.
Me dio un empujón y caí sobre el piso del porche. Me levanté y fui hacia ella. La mujer retrocedió y me lanzó un escobazo al pasar, pero yo ya estaba dentro de la casa. La mujer corrió chillando detrás de mi. Le saqué la escoba de un manotón y en ese momento alguien gritó con una voz de ganso viejo:
—¡Miriam!
Me detuve y la mujer se puso histérica.
—¡Oh, señorita Alicia, cuidado! ¡Nos matará a las dos! ¡Llame a la policía. Llame a...
—Miriam—dijo la bocina, y Miriam cerró la boca. En lo alto de la escalera había una mujer de cara de ciruela, con un vestido lleno de encajes. Parecía un poco más vieja de lo que era, quizá porque tenía los labios tan apretados. Le di unos treinta y tres años, treinta y tres. Los ojos eran muy grandes y la nariz pequeña.

—¿Es usted la señorita Kew?—le pregunté. —Sí. ¿Qué significa esta invasión? —Tengo que hablar con usted.
—No me hables en ese tono. Y ponte derecho.
—Llamaré a la policía—dijo la sirvienta. La señorita Kew se volvió hacia ella.
—Hay tiempo para eso. Miriam. Vamos a ver, niñito sucio, ¿qué quieres? —Tengo que hablar con usted a solas—le dije.
—No haga eso, señorita Alicia —dijo la sirvienta.—Tranquilízate, Miriam. Niñito, ya te he dicho que no me hables en ese tono. Puedes hacerlo delante de Miriam.
—Que me lleve el diablo.—Las mujeres se sobresaltaron—. Lone me dijo que no lo hiciera—añadí.
—Señorita Alicia, no dejará usted...
—¡Cállate Miriam! Joven, muestra un poco de educación...—La mujer abrió enormemente los ojos.—¿Quién te dijo?...
—Lone me dijo. —Lone.
La mujer, de pie en la escalera, se quedó mirándose las manos.
—Miriam, puedes retirarte.
Lo dijo de un modo que no parecía la misma mujer.
La sirvienta abrió la boca, pero la señorita Kew extendió un dedo que bien podía tener la mira de un rifle en la punta. La sirvienta escapó.
—Eh, oiga—dije—, aquí tiene su escoba.
Iba a tirársela cuando la señorita Kew llegó a mi lado y me la sacó de la mano.
—Ven por aquí.
Me hizo caminar ante ella y entramos en una habitación tan grande como la laguna donde nos bañábamos. Estaba llena de libros todo alrededor, y las mesas tenían cuero arriba, y en los rincones había flores doradas.

—Siéntate ahí—dijo señalando una silla—. No, espera.
—Fue hasta la chimenea, sacó un periódico de una caja y lo extendió sobre el asiento de la silla.—Siéntate ahora.
Me senté sobre el papel. La señorita Kew trajo otra silla para ella, pero no le puso ningún papel.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está Lone?
—Lone se murió—dije.
La mujer respiró hondo y empalideció. Me miró fijamente y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Se siente mal?—le pregunté—¿Por qué no vomita? Le hará bien.
—¿Murió? ¿Lone murió?
—Sí. Hubo una inundación la semana pasada, y a la noche siguiente, cuando Lone volvía a casa, el viento arrancó un roble viejo que se había aflojado con el agua. El árbol lo aplastó.
—Lo aplastó—murmuró la señorita Kew.—¡Oh, no, no es cierto!
—Es cierto, de veras. Lo enterramos esta mañana. Ya no podíamos, tenerlo en casa. Empezaba oler.
—¡Cállate!
La señorita Kew se cubrió la cara con las manos. —¿Qué pasa?
—Enseguida estaré bien—dijo la mujer en voz baja.
Se puso de pie y fue y se quedó frente a la chimenea, dándome la espalda. Mientras esperaba a que volviese, me saqué un zapato. Pero la mujer me habló desde allí,

—¿Eres el chico de Lone?
—Sí. Me dijo que viniese a verla.
—¡Oh, queridito mío!—La mujer corrió hacia mí y durante un momento pensé que iba a abrazarme o algo parecido, pero se detuvo de pronto, y arrugó la nariz—. ¿Cómo... cómo te llamas?
—Gerry—le dije.
—Bien, Gerry, ¿te gustaría vivir conmigo en esta casa tan grande y tan hermosa y... y tener ropa nueva y todo lo demás?
—Bueno, ésa es la idea precisamente. Lone me dijo que viniese a verla. Dijo que a usted le sobraban los billetes y también que usted le debía un favor.
—¿Un favor?
La señorita Kew pareció un poco molesta.
—Bueno—traté de explicarle—, dijo que él hizo algo por usted una vez, y que usted dijo que algún día, si podía, le pagaría ese favor.
—¿Qué más te dijo de eso?—Hablaba otra vez con aquella voz de bocina. —Ninguna otra condenada cosa.
—Por favor, no uses esa palabra—dijo ella con los ojos cerrados. Los abrió e inclinó la cabeza—. Lo prometí y lo haré. Puedes vivir aquí desde ahora mismo. Si... si quieres.
—Eso no tiene nada que ver. Lone me pidió que lo hiciera.
—Serás feliz aquí dijo ella. Movió la cabeza como si quisiera asegurármelo—. Yo me ocuparé de todo.
—Muy bien. ¿Puedo traer a los otros chicos? —¿Otros chicos? ¿Niños?
—Sí. No se trata sólo de mí. También de los otros. De toda la pandilla.
—No uses esas palabras.—Volvió a sentarse; sacó un pañuelito ridículo y se lo pasó por los labios, sin quitarme los ojos de encima.—Cuéntame de esos... de esos otros chicos.

—Bueno. Está Janie que tiene once, como yo. Y Bonnie y Beanie, que tienen ocho y son mellizas, y el bebé. El bebé tiene tres años.

Grité. Stern estaba arrodillado al lado del sofá, apretándome la cara entre las manos, tratando de que no me temblara la cabeza.
—Eres un buen muchacho—me dijo—. Lo has descubierto. Aun no has descubierto que es pero sí donde está.
—Seguro—dije con una voz un poco ronca—. ¿Me da un poco de agua?
Sacó el agua de un termo. Estaba tan fría que me lastimó la garganta. Me eché otra vez y descansé, como si acabara de subir una montaña.
—No lo soportaría otra vez—comenté.
—¿Quieres que terminemos por hoy?
—¿Usted qué dice?
—Lo que tú quieras.
Pensé un rato.
—Me gustaría seguir, pero no quisiera empezar a dar vueltas. No, de ningún modo. —Si quieres oír otra de esas poco apropiadas analogías, te diré que la psiquiatría es
como un mapa caminero. Hay muchos caminos para ir de un lugar a otro.
—Iré por el camino más largo—le dije. La carretera principal. No por el sendero de la colina. El embrague me está fallando. ¿Por dónde doblo?
Stern se rió entre dientes. Daba gusto oírlo. —Deja ese camino de tierra.
—Lo conozco. Había un puente que ya no está.
—Ya pasaste por ahí—me dijo—. Empieza del otro lado del puente.
—Nunca me lo hubiera imaginado. Siempre creí que tendría que recorrer otra vez todo el camino, centímetro por centímetro.
—No sé si tendrás que cruzar ese puente, pero te será más fácil cuando hayas terminado. No sé tampoco si ese puente tendrá alguna importancia, pero por ahora será mejor que no te acerques mucho.
—Vamos, entonces.
Me sentía impaciente de veras. —¿Puedo hacerte una sugestión? —No.
—Bueno. Habla sin preocuparte—me dijo—. Esa primera etapa, cuando tenias ocho años... la viviste realmente. Durante la segunda, con los chicos, no hiciste más que hablar.
Y esa visita, cuando tenias once años, la sentiste de veras. Ahora habla otra vez, simplemente.
—Muy bien.
Stern aguardó unos instantes; luego dijo con una voz tranquila: —En la biblioteca. Le hablaste de los otros chicos.

Le hablé de... y entonces ella dijo... y ocurrió algo y grité. La señorita Kew trató de consolarme y empecé a insultarla.
Pero no se trata de eso ahora. No llegamos ahí todavía.
En la biblioteca. El cuero, la mesa, y yo contándole a la señorita Kew lo que Lone me había dicho.
Lone me había dicho: «En lo alto de la colina, en el distrito de Height, vive una mujer de apellido Kew, que se encargará de todos ustedes. Irán a verla y se lo pedirán. Hagan todo lo que ella les diga, pero nunca se separen. No permitan que ninguno se vaya del grupo, ¿me entienden? Aparte de eso, tengan contenta a la señorita Kew y ella los tratará bien.
Bueno, no se olviden de hacer lo que les digo.»
Eso dijo Lone. Cada una de sus palabras estaba unida a la otra por un cable de acero, y juntas formaban algo irrompible. Yo por lo menos no hubiera sido capaz de romperlo.
—¿Dónde están el bebé y tus hermanas?—preguntó la señorita Kew. —Yo se los traeré.
—¿Es cerca de aquí?
—Bastante cerca.—La señorita Kew no replicó y yo añadí:—Volveré pronto.
—Espera—dijo la mujer—. Yo... realmente, no he tenido tiempo de pensarlo. Quiero decir... Tengo que preparar las cosas, ¿sabes?
Desde la puerta oí que ella decía con una voz cada vez más fuerte mientras yo me iba alejando:
—Joven, si vas a vivir en esta casa tendrás que aprender a ser más educado...—y otras cosas semejantes.
—Bueno, bueno—le grité a la mujer, y salí de la casa.
Había un sol tibio, un cielo claro, y pronto llegué de vuelta a casa de Lone. El fuego estaba apagado y el bebé olía bastante mal. Janie había roto a puntapiés el caballete y estaba sentada en el suelo, junto a la puerta, con la cabeza entre las manos. Bonnie y Beanie se habían subido a una banqueta y se abrazaban con fuerza como si tuvieran mucho frío aunque no hacía frío.
Sacudí a Janie tomándola de un brazo. Levantó la cabeza. Los ojos de Janie son grises—aunque también algo verdosos—, pero ahora tenían un aspecto muy raro, como leche aguada en el fondo de un vaso.
—Pero ¿qué les pasa?—les dije.
—¿De quién hablas?—preguntó Janie.

—De todos. ¿Qué les pasa a todos? —No nos interesa nada, eso pasa.

—Bueno, está bien—dije—, pero tenemos que hacer lo que dijo Lone. Vamos.
—No—dijo Janie. Miré a las mellizas. Me volvieron la espalda.
—Tienen hambre—comentó Janie.
—Bueno, ¿por qué no les das algo? Janie se encogió de hombros. Me senté. ¿Por qué
Lone tenía que haberse dejado aplastar por ese árbol?
—No podemos coengranarnos más—dijo Janie. Eso parecía explicarlo todo. —Oigan—dije—. Yo soy Lone ahora... Janie pensó un rato y el bebé movió los pies.
Janie lo miró.
—No puedes—dijo.
—Sé dónde se puede conseguir comida y trementina—dije—. Sé donde crece ese musgo que hay que meter entre los troncos, y puedo cortar leña y todo.
Pero yo no podía llamar a Beanie y a Bonnie desde varios kilómetros de distancia para que viniesen a abrir las puertas. No podía decirle a Janie que trajese agua y avivase el fuego y arreglase la batería. No podía coengranarme con ellas.
Nos quedamos callados mucho tiempo. De pronto oí que la cunita crujía. Alcé los ojos.
Janie miraba hacia la cuna. —Bueno—dijo Janie—. Vamos. —¿Quién dice eso?
—El bebé.
—¿Quién manda aquí? —dije muy enojado—. ¿Yo o el bebé? —El bebé —dijo Janie.
Me puse de pie. Iba a darle una en la boca, pero me detuve. Si el bebé conseguía que hicieran lo que Lone quería, todo iría bien. Pero si yo comenzaba a repartir golpes a diestra y siniestra, no se haría nada. Por lo tanto me callé. Janie se levantó y fue hacia la puerta. Las mellizas la miraron. Bonnie desapareció. Beanie recogió las ropas de su hermana y salió de la casa. Saqué al bebé de la cuna y me lo puse en los hombros.
Afuera todo parecía mejor. Caía la tarde y soplaba un viento tibio. Las mellizas saltaban entre los árboles, como dos ardillas, y Janie y yo caminábamos juntos como si fuéramos a bañarnos o algo parecido. El bebé empezó a dar puntapiés y Janie lo miró y le dio de comer hasta que volvió a quedarse quieto.
Cuando nos acercábamos al pueblo, pensé que sería mejor que anduviéramos juntos, pero no dije nada. El bebé debió de haberlo dicho, sin embargo. Las mellizas se acercaron y Janie les dio sus vestidos, y luego caminaron muy formalmente delante de nosotros. No sé cómo lo consiguió el bebé. Seguro que las mellizas odiaban ese modo de viajar.
No tuvimos ningún tropiezo, excepto con un hombre que encontramos en la carretera ya cerca de la casa de la señorita Kew. El hombre se paró en seco y se quedó boqueando. Janie lo miró e hizo que el sombrero se le metiera hasta las orejas. El pobre hombre casi se arranca la cabeza tratando de sacárselo.
Qué le parece, cuando llegamos a la casa ya habían quitado la mancha negra de la puerta. Yo tenía al bebé sobre el pescuezo, agarrándole un brazo y un tobillo, así que tuve que patear la puerta. La ensucié otra vez.
—Hay una mujer que se llama Miriam—le dije a Janie.—Si dice algo mándala al diablo. La puerta se abrió y apareció Miriam. Nos echó una mirada y dio un salto de dos
metros. Entramos en fila en la casa. Miriam recobró el aliento y gritó: —¡Señorita Kew, señorita Kew!
—Váyase al diablo—le dijo Janie, y me miró.
No supe qué hacer. Era la primera vez que Janie me hacía caso.
La señorita Kew bajó las escaleras. Traía otro vestido, pero tan ridículo y con tantos encajes como el anterior. Abrió la boca pero no dijo nada. Y así se quedó, con la boca abierta, como si esperara a que ocurriese algo.
—El Señor nos ampare—dijo al fin.

Las mellizas se pusieron en fila y le clavaron los ojos. Miriam retrocedió, fue arrastrándose a lo largo de la pared, llegó hasta la puerta y la cerró.

—Señorita Kew—dijo,—si éstos son los chicos que van a vivir aquí, yo renuncio. —Váyase al diablo—le dijo Janie.
En ese momento Bonnie se sentó en la alfombra. Miriam lanzó un chillido y se echó sobre ella. Agarró a Bonnie por un brazo y quiso levantarla. Bonnie desapareció dejándole a Miriam un vestidito, y la más condenada expresión en la cara. Beanie sonrió de oreja a oreja. y empezó a saludar con las manos como una loca. Miré hacia donde saludaba, y allá estaba Bonnie, desnuda como un pajarraco, sobre una baranda, en lo más alto de la escalera.

La señorita Kew volvió la cabeza y al ver a Bonnie cayó sentada en los escalones. Miriam se desplomó como si le hubiesen dado un golpe. Beanie recogió el vestido de Bonnie, subió por la escalera, pasó al lado de la señorita Kew y le alcanzó la ropa a su hermana. Bonnie se vistió. La señorita Kew miró inexpresivamente alrededor y luego alzó la vista. Bonnie y Beanie bajaron por las escaleras, tomadas de la mano. Volvieron a ponerse en fila, a mi lado, y miraron a la señorita Kew con la boca abierta.

—¿Qué le pasa a esa mujer?—preguntó Janie. —Se enferma a cada rato.
—Volvamos a casa.
—No—le dije.
La señorita Kew se levantó, apoyándose en la barandilla, y se quedó así unos instantes, con los ojos cerrados. De pronto se enderezó (parecía diez centímetros más alta) y vino hacia nosotros.
—Gerard—dijo con aquella voz de ganso. Creo que iba a decirme algo distinto. Pero se contuvo y preguntó apuntándome con el dedo:—En nombre de Dios, ¿qué es eso?
No comprendí al principio de qué hablaba y miré hacia atrás.
—¿Qué?
—¡Eso! ¡Eso!
—Oh—dije—, es el bebé.
Lo bajé de los hombros y lo alcé para que pudiera verlo. La mujer lanzó una especie de gemido, dio un salto y me sacó al bebé de las manos. Lo sostuvo en el aire frente a ella y volvió a gemir y lo llamó pobrecito, y atravesando la habitación, lo acostó en un banco con almohadones que había debajo de la ventana. Se inclinó sobre él, se metió un pulgar en la boca, se lo mordió y gimió de nuevo. Luego me miró:
—¿Cuánto tiempo hace que está así?
Cambié unas miradas con Janie.
—Siempre estuvo así—dije.
La señorita Kew tosió, o algo parecido, y echó a correr hacia Miriam, que estaba tendida en el piso. Le abofeteó los dos lados de la cara, un par de veces. Miriam se sentó y se quedó mirándonos. Cerró los ojos, se estremeció, y se levantó apoyándose en el cuerpo de la señorita Kew.
—Serénate—le dijo la señorita Kew entre dientes—. Trae una palangana con agua caliente y jabón. Algunos paños. Y unas toallas. ¡Rápido!—gritó empujándola.
La negra se tambaleó, se tomó de la pared y salió corriendo.

La señorita Kew volvió junto al bebé y se inclinó sobre el, murmurando algo con los labios apretados.
—No se meta con él—le dije.—No le pasa nada. Tenemos hambre.
La mujer me lanzó una mirada de furia, como si yo la hubiese insultado.

—¡Tú no me hables!
—Oiga—le dije—, esto nos gusta tan poco como a usted. Si Lone no nos lo hubiese pedido, no estaríamos aquí. Estábamos muy bien donde estábamos.
—¡No me hables de ese modo!—dijo la señorita Kew.
Nos miró a todos, uno por uno. Luego sacó aquel tonto pedazo de pañuelo y se lo llevó a la boca.
—¿Ves?—le dije a Janie.—Está siempre enferma.
—Jo, jo—dijo Bonnie. La señorita Kew la miró largamente.
—Gerard—dijo con una voz ahogada.—Creo haber entendido que estas niñas eran tus hermanas.
—¿Y qué?
Me miró como si yo fuera realmente estúpido. —No tenemos hermanitas negras, Gerard. —Nosotros sí—dijo Janie.
La señorita Kew comenzó a recorrer la habitación a grandes pasos. —Tenemos una gran tarea por delante—dijo hablándose a sí misma.

Miriam entró con una tina ovalada, y unas toallas y unas telas en el brazo. Puso todo sobre el banco, y la señorita Kew tocó el agua con el dorso de la mano; y luego tomó al bebé y lo metió en la tina. El bebé empezó a patear.
Di un paso adelante y dije:
—Esperen. Un momento. ¿Qué están haciendo?
—Cállate, Gerry—dijo Janie. El bebé dice que está bien. —¿Qué está bien? ¡Lo están ahogando!
—No, no es eso. Cierra la boca.
La señorita Kew cubrió de espuma el cuerpo del bebé. Le hizo dar un par de vueltas, le restregó la cabeza y lo envolvió en una toalla, como si quisiera asfixiarlo. Miriam miraba con los ojos muy abiertos mientras la señorita Kew ataba un repasador alrededor del bebé, imitando unos pantalones. Cuando terminó, uno no hubiera dicho que era el mismo bebé, y parecía que la señorita Kew había conseguido dominarse. Respiraba con fuerza y tenía los labios todavía más apretados. Le alargó el bebé a Miriam.

—Toma a este pobrecito—le dijo,—y ponlo...—Miriam retrocedió.
—Lo siento, señorita Kew, pero me voy de la casa y no quiero meterme en esto. La señorita Kew le lanzó unos bocinazos:
—¡No puedes abandonarme en una situación semejante! Estos chicos necesitan ayuda. ¿No lo ves?
Miriam nos miró.
—Usted no sabe lo que hace, señorita Alicia. No solo están sucios. ¡Son unos demonios!
—Son víctimas del desamparo y seguramente no peores que tú o yo si nadie hubiera cuidado de nosotras. Y no digas... ¡Gerard!
—No digas... ¡Oh, Dios santo, tenemos tanto que hacer! Gerard, si tú y tus ... esas niñas van a vivir aquí, habrá que hacer grandes cambios. No podréis vivir bajo este techo y comportaros como hasta ahora. ¿Me entiendes?
—Sí, claro. Lone nos dijo que teníamos que hacer todo lo que usted nos mandara y tenería contenta.
—¿Harán todo lo que yo les diga? —Es lo que acabo de decirle, ¿no?

—Gerard, tendrás que aprender a no hablarme en ese tono. Bien, veamos. Si os digo que tenéis que obedecer a Miriam, ¿lo haréis?
—¿Qué te parece?—le pregunté a Janie.
—Se lo preguntaré al bebé.—Janie miró al bebé, y el bebé agitó las manos y babeó un poco.—Dice que bueno.

—Gerard, te he hecho una pregunta—dijo la señorita Kew.
—No se impaciente—le repliqué—. Tenía que hacer mis averiguaciones, ¿no es así? Sí, si eso es lo que quiere, obedeceremos también a Miriam.
La señorita Kew se volvió hacia Miriam
—¿Has oído, Miriam?
Miriam nos miró y sacudió la cabeza. Luego extendió lentamente las manos hacia
Bonnie y Beanie.
Las mellizas se acercaron y cada una se tomó de una mano de Miriam. Alzaron los ojos hacia ella y sonrieron.
Imagino que preparaban otra de las suyas, pero estaban graciosas. Miriam frunció los labios y durante un momento creí que iba a mostrarse como un ser humano.
—Muy bien, señorita Alicia—dijo.
Empezaron a ocuparse de nosotros y durante tres años no nos dejaron tranquilos.

—Era un infierno—le dije a Stern. —Qué trabajo para esas mujeres.
—Sí, supongo. Pero también para nosotros.. Mire, estábamos dispuestos a hacer todo lo que Lone nos había dicho.
Nada podía detenernos. Queríamos obedecer a la señorita hasta en las cosas más pequeñas. Pero ella y Miriam no lo entendían. Pensaban, supongo, que no debían descuidarnos un solo minuto. Hubiera bastado que nos dijeran qué querían para que nosotros lo hiciéramos. No había ningún problema cuando se trataba de que yo no me acostara con Janie. La señorita Kew se ponía furiosa. Hay que ver cómo se ponía. Como si hubiera querido robarme las joyas de la corona. Pero cuando nos decía: «deben portarse como señoritas y caballeros», ya no tenía sentido. Y de cada tres de sus órdenes, dos eran de esa especie «¡Ah!» decía. «¡Corrección; corrección!»—La mayor parte del tiempo yo no le hacía caso. Pero un día le pregunté qué quería decir y ella lo soltó. Pero usted ya se da cuenta.
—Sí, ciertamente—dijo Stern. ¿Mejoraron las cosas con el tiempo?
—Sólo tuvimos dificultades serias en dos oportunidades, una a propósito de las mellizas y la otra por culpa del bebé. La última fue la más grave.
—¿Qué ocurrió?
—¿Con las mellizas? Bueno, llevábamos allí una semana, aproximadamente, cuando comenzamos a notar algo raro.
Janie y yo, quiero decir. Advertimos de pronto que Bonnie y Beanie no estaban casi nunca con nosotros. Era como si la casa fuera dos casas: una parte para la señorita Kew, Janie y yo, y la otra para Miriam y las mellizas. Me imagino que lo hubiéramos notado antes si todo no hubiese sido un bochinche al principio: ropa nueva, dormir de noche, y cosas parecidas. El asunto ocurrió así. Estábamos jugando en el jardín, cuando llegó la hora de almorzar. Miriam se llevó a las mellizas a la cocina y nosotros nos fuimos a comer con la señorita Kew. Janie dijo entonces:
—¿Por qué las mellizas no comen con nosotros?
—Miriam cuidará de ellas, querida—dijo la señorita Kew.
Janie la miró con aquellos ojos tan raros.
—¿Por qué no las hace venir aquí? Yo las cuidaré. La señorita Kew torció la boca y dijo:
—Son negras, Janie; sigue comiendo.
Pero para Janie y para mí eso no significaba nada.
—Quiero que coman con nosotros—afirmé—. Lone dijo que nunca nos separáramos. —Pero si nadie os separa—dijo la mujer—. Todos viven en la misma casa. Todos
comen la misma comida Bueno, no discutamos más el asunto.
Janie y yo nos miramos y ella dijo:

—Entonces, ¿por qué no comemos todos aquí?
La señorita Kew puso el tenedor sobre la mesa y nos miró muy seria. —Ya os he dicho por qué, y no admitiré más discusiones.
Bueno, yo pensé que eso no tenía sentido. Eché atrás la cabeza y grité:
—¡Bonnie! ¡Beanie!
Y, ¡pum!, aparecieron las mellizas.
Se desató un alboroto de los mil demonios. La señorita Kew les ordenó que se fueran y ellas no se movieron, y Miriam apareció sudando, con los vestidos de las chicas en la mano y no pudo agarrarlas, y la señorita Kew les graznó primero a las mellizas y luego me graznó a mí. Dijo que esto ya era demasiado. Bueno, quizá había pasado una semana muy dura, pero nosotros también. En fin, nos dijo que nos fuéramos.
Fui a buscar al bebé y salí de la casa seguido de Janie y las mellizas. La señorita Kew esperó a que cruzáramos la puerta y luego corrió detrás de nosotros. Nos pasó de largo, se puso delante de mí y me paró. Todos nos paramos.
—¿Así cumplís vosotros los deseos de Lone?—nos preguntó.
Le dije que sí. La señorita Kew nos recordó que Lone deseaba que nos quedáramos con ella. Y yo le contesté:
—Sí, pero también nos pidió que no nos separáramos.
Entonces nos dijo que volviéramos, y que hablaríamos sobre el asunto. Janie le preguntó al bebé y el bebé dijo que bueno; así que entramos otra vez en la casa. Llegamos a un acuerdo. No comeríamos más en el comedor. En un costado del porche había una galería con vidrios, con una puerta que daba al comedor y otra que daba a la cocina, y allí comimos desde entonces. La señorita Kew comía sola en el sitio de antes.
Pero a causa de todo este endemoniado alboroto ocurrió algo gracioso.
—¿Qué paso?—preguntó Stern. Me reí.
—Miriam. Aparentemente era la misma, pero empezó a pasarnos bizcochos entre las horas de comer. ¿Sabe usted?, tardé mucho tiempo en enterarme de lo que significaba todo esto. Realmente. Según parece, la gente se ha dividido en dos bandos. Uno de ellos lucha por acercarse a los negros, el otro por mantenerlos aparte. Pero lo que no entiendo es por qué ambos bandos se preocupan tanto. ¿Por qué no olvidan, simplemente, el asunto?

—No pueden. Tú ves, Gerry; es necesario que la gente se crea superior, de un modo o de otro. Tú y los chicos y Lone formaban algo unido y fuerte. ¿No sentíais que erais algo mejores que el resto del mundo?
—¿Mejores? ¿Cómo podíamos ser mejores? —Diferentes, entonces.
—Bueno, me imagino que si, pero nunca lo pensábamos. Diferentes, sí; mejores, nunca.
—Eres un caso único—dijo Stern—. Bien, cuéntame ahora de aquella otra dificultad que tuvieron. Del bebé.
—Ah, sí. El bebé. Bueno. Llevábamos unos dos meses en casa de la señorita Kew y las cosas eran ya realmente más fáciles. Habíamos aprendido todas las fórmulas: «si señora» y «no, señora», y habíamos empezado a hacer trabajos escolares, un rato por la mañana y otro por la tarde, cinco días por semana. Janie ya no se ocupaba del bebé, y las mellizas iban y venían por la casa sin que nadie las molestase. Era gracioso. Podían saltar de un lugar a otro ante los mismos ojos de la señorita Kew y ella no lo creía. La afligía demasiado verlas de pronto totalmente desnudas. Dejaron de hacerlo y la mujer se alegró de veras. Muchas cosas la alegraban. Hacía años que no veía a nadie, años. Hasta los medidores estaban fuera de la casa, de modo que nadie entraba allí. Pero al vivir con nosotros se sintió como nueva. Dejó de usar esos vestidos anticuados y a veces parecía un ser humano. A veces hasta comía con nosotros.

»Pero una mañana me desperté sintiendo una cosa muy rara. Era como si me hubiesen robado algo mientras dormía, aunque no sabía exactamente qué. Me deslicé por la ventana y a lo largo de la cornisa hasta el cuarto de Janie, aunque eso estaba terminantemente prohibido. Me acerqué a la cama y la desperté. Aún veo aquellos ojos, cómo se abrieron un poco, todavía cargados de sueño, y cómo de repente casi se le salen de las órbitas No tuve que explicarle que algo andaba mal. Ella ya lo sabía. y sabía también que era.
—Se han llevado al bebé.—gritó.
No nos importó despertar a alguien. Salimos corriendo del cuarto, atravesamos el vestíbulo y entramos en la habitación donde dormía el bebé. Si usted no lo ve, no lo cree. La cuna llena de adornos, el armario blanco, los sonajeros y todo lo demás habían desaparecido, y en su lugar había un escritorio. Era como si el bebé nunca hubiese estado allí.
No dijimos nada. Salimos de la habitación y nos metimos en el dormitorio de la señorita Kew. Yo sólo había estado allí una vez, y Janie en dos o tres oportunidades. Pero esto era diferente; las prohibiciones no contaban. La señorita Kew estaba en cama con las trenzas recogidas. Antes que cruzáramos la habitación, ya estaba completamente despierta. Se incorporó, apoyándose en los codos, y puso la espalda contra la cabecera.
—¿Qué significa esto?—preguntó. —¿Dónde está el bebé?—le grité. —Gerard—dijo—, no hay necesidad de gritar.
—Mejor será que nos lo diga, señorita Kew—dijo Janie.
Janie era una chica tranquila, pero le aseguro que si usted la hubiese visto en ese momento, se habría asustado.
El rostro de la señorita Kew se ablandó de pronto y sus manos se extendieron hacia nosotros.
—Niños—nos dijo—, lo siento, lo siento mucho. Pero he hecho lo mejor. He mandado fuera al bebé. Vivirá desde hoy con otros niños como él. Aquí nunca hubiera sido feliz realmente. Lo sabéis muy bien.
—Nunca nos dijo que no fuera feliz—dijo Janie. La señorita Kew se río con una risa forzada:
—¡Como si pudiese hablar el pobrecito!
—Será mejor que lo traiga de vuelta—le repliqué—. Ya le dije que no debíamos separarnos.
La mujer estaba enojándose, pero se contuvo.
—Trataré de explicártelo, querido. Tú y Janie, y aun las mellizas, sois niños normales y sanos, y creceréis hasta ser unos hermosos jóvenes. Pero el bebé, pobre... es distinto.
Crecerá sólo un poco, y nunca podrá caminar ni jugar como los otros niños. —Eso no nos importa—dijo Janie—. Usted no tenía derecho a sacarlo de aquí.
—Sí—dije—. Y será mejor que lo traiga de vuelta, pero rápido.
—Ya os he dicho, entre otras cosas—dijo la señorita Kew con tono agrio—, que no se dan órdenes a los mayores. Bien, salid de aquí y vestios para el desayuno. Y que de esto no se hable más.
—Señorita Kew—le dije con toda la dulzura de que, yo era capaz—, creo que pronto deseará haberlo traído. Porque si no lo trae enseguida.
La señorita Kew saltó de la cama y nos echó de la habitación.

Me quedé callado un momento. —¿Y qué pasó?—preguntó Stern.
—Oh—dije—, lo trajo de vuelta.—Me reí.—Cuando uno se acuerda parece cómico.
Durante casi tres meses vivimos sometidos a la señorita Kew, que llevaba firmemente las riendas. Y de pronto, se acabaron las leyes. Habíamos tratado de respetar, todo lo posible, las ideas de aquella mujer, pero, por Dios, esta vez se había pasado. Comenzamos el tratamiento en el mismo instante en que cerró la puerta. El cacharro de loza que tenía debajo de la cama se elevó por los aires y se rompió contra el espejo de la cómoda. Se abrió luego un cajón, y salió un guante y le dio una bofetada.
La señorita Kew se subió de un salto a la cama y el yeso del cielo raso cayó sobre ella.
El agua del baño empezó a correr, y cuando llegó al dormitorio las ropas se desprendieron de sus ganchos. La mujer quiso huir, pero la puerta estaba atrancada. Tiró entonces del picaporte y la puerta se abrió. La señorita Kew quedó tendida en el piso. Sonó un portazo y cayó sobre ella otro poco de yeso.
Regresamos a la habitación. La señorita Kew estaba llorando. Nunca me hubiese imaginado que fuera capaz de llorar.
—¿Va a traer al bebé?—le dije.
La señorita Kew siguió tendida y llorando. Después de un rato nos miró. Daba lástima, verdaderamente. La ayudamos a levantarse y la llevamos hasta una silla. Volvió a mirarnos, paseó los ojos por el espejo y el cielo raso agujereado, y murmuró:
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?
—Se ha llevado al bebé—le dije—. Eso ha pasado.
La señorita Kew saltó entonces de la silla y dijo con voz asustada y firme a la vez: —Algo cayó sobre la casa. Un aeroplano. O quizá fue un terremoto. Hablaremos del
bebé después del desayuno. —Dale otro poco, Janie—dije
Una ola de agua la golpeó en la cara y en el pecho, pegándole el camisón a la piel; una de las cosas que menos le gustaban. Las trenzas se alzaron en el aire, tirándole de la cabeza y obligándola a enderezarse. Fue a dar un grito y la borla de los polvos se le metió en la boca. Se la sacó de un tirón.
—¿Qué estáis haciendo? ¿Qué estáis haciendo?—dijo echándose a llorar otra vez,
Janie, con las manos a la espalda, la miró inocentemente.
—No hacemos nada—le dijo.
Y yo añadí:
—todavía no. ¿Va a traer al bebé?
—Basta, basta—nos gritó—. Olvidemos a ese idiota mongoloide. No es útil para nadie, ni siquiera para si mismo. ¿Cómo podría llegar a creer que es mío?
—Trae ratas, Janie—dije.
Se oyó el ruido de algo que se escurría a lo largo del zócalo. La señorita Kew se cubrió la cara con las manos y se dejó caer en una silla.
—Ratas no—nos dijo—. No hay ratas en esta casa.
En ese momento se oyó un chillido y la señorita Kew se vino abajo. ¿Vio alguna vez a alguien que se viene realmente abajo?
—Sí—dijo Stern.
—Yo estaba furioso, pero aun así me pareció demasiado. Sin embargo, no debió pedir que se llevaran al bebé. Pasó un par de horas antes que ella pudiera hablar por teléfono, pero al mediodía el bebé ya estaba en la casa.
Me reí.
—¿Por qué te ríes?
—La señorita Kew nunca supo bien lo que había pasado. Unas tres semanas después la oí hablar con Miriam. Decía que la casa había dejado de sacudirse. Decía que era una gran cosa haber impedido que los médicos continuaran examinando al bebé... Podía haberle pasado algo al pobrecito. Me parece que lo creía de veras,
—Probablemente. Es muy común. La gente no cree sino que quiere creer.
—¿Y qué cree usted de todo esto?—le pregunté de pronto.
—Ya te lo he dicho. No tiene importancia. Ni creo ni dejo de creer. —No me ha preguntado hasta qué punto lo creo yo.
—No tengo por qué. Eso es asunto tuyo.
—¿Es usted un buen psiquiatra?
—Creo que sí—dijo Stern—. ¿A quién mataste? La pregunta me encontró desprevenido.

—A la señorita Kew—respondí, y empecé a echar maldiciones—. No pensaba decírselo.
—No te preocupes—me dijo—. ¿Por qué lo hiciste? —Eso es precisamente lo que he venido a descubrir. —Debes de haberla odiado de veras.
Me eché a llorar. ¡Quince años y llorando de ese modo!
Me dio todo el tiempo que quise. Al principio fueron ruidos y quejidos, y gritos que me partían el pecho. Pasó mucho tiempo antes que pudiera respirar normalmente. Al fin salieron las palabras.
—¿Sabe usted de dónde vengo? Mi primer recuerdo es un puñetazo en la boca. Aún lo veo venir, un puño tan grande como mi cabeza. Porque estaba llorando. Desde entonces tengo miedo de llorar. Lloraba porque tenía hambre. O frío quizás, o ambas cosas. Después los enormes dormitorios, donde quien más robaba era quien más tenía. Lo molían a uno a golpes si se portaba mal, le daban un premio si se portaba bien. Y el premio mejor era que lo dejaran a uno solo. Trate de vivir de ese modo. Trate de vivir deseando que lo dejen solo.
Luego aquella vida encantada con Lone y los chicos. Algo maravilloso; uno era parte de algo. Nunca me había ocurrido antes. Dos lámparas amarillentas y un poco de leña bastaban para iluminar el mundo. Nada más, y era suficiente.
Y enseguida todo fue distinto: ropa limpia, comida bien preparada, cinco lecciones por día: Colón, y el rey Arturo, y un libro de higiene de 1925 que explicaba lo que era un pozo negro. Y sobre todo eso, un gran bloque de hielo. Veíamos cómo se fundía, y cómo se le redondeaban las aristas; sabíamos que gracias a nosotros, la señorita Kew... Demonios, se dominaba demasiado como para mostrarnos algún afecto, pero sentíamos eso sin embargo. Lone nos cuidaba porque éramos parte de su mundo. La señorita Kew nos cuidaba también, pero ninguno de nosotros se parecía a ella. Y ella quería que nos pareciésemos.

Tenía una idea muy rara del «bien» y una idea equivocada del «mal», pero estaba emperrada, y quería meternos esas ideas. Cuando no entendía, creía que la culpa era de ella... y eran muchas las cosas que no entendía, y que nunca podría entender. Si algo salía bien, era gracias a nosotros; si salía mal, era por su culpa. El último año, ese último año fue... oh, bastante bueno.
—¿Y entonces?
—Entonces la maté. Oiga—dije. Sentía que tenía que hablar rápidamente. No me faltaba tiempo, pero tenía que salir de todo eso—. Le contaré lo que recuerdo. El día antes de que la matara me desperté temprano. Las sábanas me crujían bajo el cuerpo, y la luz del sol atravesaba los visillos blancos y las cortinas rojas y azules. Había un armario lleno de ropa, ropa mía. Mía, ¿me oye?, y yo nunca había tenido nada. Y en la planta baja
Miriam preparaba las tazas y platos del desayuno, y las mellizas se reían. Se reían con ella, quiero decir, no entre ellas como antes.
En la habitación de al lado, Janie se paseaba cantando, y yo ya sabía que la cara le brillaría por dentro y por fuera. Me levanté. Me lavé con agua caliente, verdaderamente caliente, y la pasta dentífrica me hizo cosquillas en la lengua. Me vestí (las ropas eran de medida) y bajé las escaleras y ya todos estaban abajo, y me alegré de verlos y ellos se alegraron de verme, y tan pronto como nos sentamos a la mesa, bajó la señorita Kew y la saludamos a coro.

Y así siguió la mañana: comenzaron las lecciones en el vestíbulo, separadas por un recreo. Las mellizas, con la punta de la lengua afuera, dibujaban las letras en vez de escribirlas, y Janie pintaba un cuadro, un cuadro verdadero, con una vaca y unos árboles y una cerca amarilla que se perdía en el horizonte. Yo me había metido con una ecuación de cuatro incógnitas, y la señorita Kew se inclinaba sobre mí y me ayudaba, y yo sentía el olor del perfume que ella llevaba en el pecho. Levanté la cabeza para olerlo mejor y oí el ruido apagado de las fuentes que Miriam metía en el horno.
Y así siguió la tarde: más lecciones, más estudio, y un recreo en el jardín con muchas risas. Las mellizas se perseguían, corriendo, aunque normalmente, de un lado a otro; Janie pintaba minuciosamente las hojas de uno de los árboles tratando de seguir las indicaciones de la señorita Kew. Y el bebé tenía un corralito nuevo. No era mucho lo que se movía; se pasaba el tiempo mirando y babeando; estaba lleno de comida y la cara le brillaba como una hoja de papel de estaño.
Y a la hora de la cena, la señorita Kew nos leyó unas páginas, cambiando de tono cada vez que hablaba un personaje distinto, apresurándose y bajando la voz cuando el pasaje la azoraba un poco, pero sin saltearse una sola palabra.
Y tuve que ir y matarla. Y eso es todo.
—No has explicado por qué—dijo Stern. —¿Pero usted es estúpido?
Stern no dijo nada. Me puse boca abajo, con la barbilla apoyada en el hueco de las manos, y lo miré fijamente. Uno nunca podía adivinar lo que pensaba, pero me pareció que no sabía qué decir.
—Acabo de explicarlo—le dije.
—No a mí.
Comprendí de pronto que le estaba pidiendo demasiado.
—Nos levantábamos todos al mismo tiempo—comencé a decir lentamente—. Hacíamos siempre la voluntad de otro. Vivíamos según las costumbres de otro, pensando las ideas de otro, repitiendo las palabras de otro. Janie pintaba los cuadros de otro, el bebé no hablaba con nadie y a todos nos parecía bien. ¿Todavía no se da cuenta?

—Todavía no.
—¡Pero por Dios!—Pensé un rato. No coengranábamos.
—¿No coengranaban? Oh. Pero si ya no lo hacían desde la muerte de Lone.
—Era distinto, como cuando un automóvil se queda sin gasolina. El auto está ahí, esperando. No pasa nada malo. Pero cuando caímos en manos de la señorita Kew, el automóvil se hizo pedazos, ¿no comprende?
Le tocó a él pensar un rato. Finalmente dijo:
—La mente nos empuja a veces a hacer cosas raras. Algunas parecen completamente irracionales, sin sentido, propias de un loco. Pero la piedra fundamental de nuestra vida es ésta: todos nuestros actos están unidos por una lógica implacable. Profundiza lo suficiente y encontrarás una relación de causa y efecto, tan evidente como en cualquier otra esfera. Digo lógica, fíjate; no digo «virtud» o «rectitud» o «justicia» ni nada parecido. La lógica y la verdad son dos cosas muy distintas, aunque a veces, y para quien actúa lógicamente, parezcan lo mismo.
Cuando esa mente trabaja en lo más hondo, aparentemente en pugna con la mente superficial todo se confunde. Comprendo, en tu caso, lo que quieres decirme. Que para preservar o reconstruir el lazo peculiar que los unía, tuviste que librarte de la señorita Kew. Pero no veo la lógica. No veo que recuperar ese mundo valiera tanto como para destruir esa nueva seguridad que, según admites, era agradable.
—Quizá no valía la pena destruirla—dije desesperadamente. Stern se inclinó hacia adelante y me señaló con la pipa.

—Lo valía. Y por eso lo hiciste. Quizá ahora no lo pienses así. Pero en un principio lo más importante era destruir a la señorita Kew y recuperar la vida anterior. No sé por qué, y tú tampoco.

—¿Cómo podemos descubrirlo?
—Bueno, empecemos por la parte más desagradable. Si estás dispuesto.
Me acosté. —Estoy listo.

—Perfectamente. Cuéntame lo que pasó justo antes que la mataras.

Volví a tientas a vivir ese día, tratando de saborear otra vez la comida, y oír de nuevo las voces. Algo vino y se fue y volvió: las sábanas que me crispaban los nervios. Lo rechacé, pues eso había ocurrido a la mañana, pero volvió otra vez y me di cuenta que ya era de noche.

—Pensé todo lo que le he dicho—dije—. Que los chicos hacían las cosas de otro, y no las propias, y que el bebé no hablaba, y que todos sin embargo estábamos contentos y, finalmente, que tenía que matar a la señorita Kew. Me llevó mucho tiempo llegar a eso, y más todavía decidirme. Creo que pasé unas cuatro horas acostado. Luego me levanté, salí de la habitación, atravesé el vestíbulo, entré en el dormitorio de la señorita Kew y la maté.
—¿Cómo?
—¡Eso es todo!—grité con todas mis fuerzas. Traté de calmarme—. Estaba tremendamente oscuro... todavía lo está. No sé. No quiero saber. Ella nos quería. Sé que nos quería. Pero yo tenía que matarla.
—Está bien. Está bien—dijo Stern—. Creo que no hay necesidad de insistir sobre eso. Me parece que eres.
—¿Qué?
—Eres bastante fuerte para tu edad, ¿no, Gerard?
—Creo que sí. Lo suficiente por lo menos.

—Sí—dijo Stern.
—Sigo sin ver la lógica de que me habla.—Comencé a dar puñetazos en el sofá, un puñetazo por cada palabra.
—Vamos, cálmate—dijo Stern—. Te estás lastimando.
—Quiero lastimarme—dije. —Ah—dijo Stern.
Me levanté y me acerqué al escritorio y bebí un poco de agua. —¿Qué quiere que haga?
—Cuéntame lo que hiciste después de matarla. Antes de venir a verme.
—No mucho—dije—. Eso ocurrió anoche. Me apoderé de su libreta de cheques y volví aturdido a mi habitación. Me vestí, pero sin ponerme los zapatos. Los llevé en una mano. Salí de la casa. Caminé un rato, tratando de pensar, y fui al banco a primera hora. Cobré un cheque de mil cien. Tenía la idea de ir a ver a un psiquiatra y me pasé la mayor parte del día buscando uno. Hasta que vine aquí. Eso es todo.
—No te fue difícil cobrar el cheque.
—Nunca me fue difícil convencer a la gente.
Stern lanzó un gruñido de sorpresa.
—Sé lo que está pensando. No conseguí convencer a la señorita Kew. —Eso es, en parte—admitió Stern.
—Si lo hubiera logrado—le dije—, ella hubiera dejado de ser la señorita Kew. En cuanto al banquero... todo lo que hice fue conseguir que se portara como un banquero.
Miré a Stern y de pronto comprendí por qué jugaba continuamente con la pipa. Era una excusa para tener los ojos bajos, y para que uno no pudiera vérselos.
—La mataste—dijo, y comprendí que estaba cambiando de tema—, y destruiste algo que estimabas bastante. Aunque menos que la posibilidad de reconstruir todo aquel mundo en que vivías con los otros chicos. Y sin embargo no estás seguro del valor de ese mundo.—Alzó los ojos.—¿No es esto, más o menos, lo que te preocupa?

—Casi exactamente.
—¿Sabes para qué mata la gente?—No le contesté y Stern añadió:—Para sobrevivir.
Para salvar el yo o algo que se identifica con el yo. Y en este caso la fórmula no sirve, pues en tu relación con la señorita Kew las posibilidades de sobrevivir, solo o en grupo, eran mayores que antes.
—Por lo tanto no tenía una razón para matarla.
—La tenias, ya que lo hiciste. Pero todavía no la hemos encontrado. Es decir, tenemos una razón, pero no sabemos por qué es importante. La respuesta está en ti, en algún sitio.
—¿Dónde?
Se levantó y dio unos pasos por la habitación.
—La historia tiene cierta unidad. La fantasía se mezcla un poco con los hechos, y faltan algunos detalles, pero existe un principio, un desarrollo y un fin. Bien, no puedo asegurarlo, pero la respuesta está quizá en ese puente que rehusaste cruzar,
¿recuerdas?
Lo recordaba muy bien.
—¿Y por qué ahí? ¿Por qué no probamos en otra parte?
—Por lo que acabas de decir—apuntó con tranquilidad—¿Por qué retrocedes ahora? —Por favor, no agrande las cosas le dije. A veces el hombre me aburría—. Me molesta.
No sé por qué, pero me molesta.
—Hay algo ahí, y eres tu quien lo molesta, y por eso mismo trata de ocultarse. Y todo lo que quiere ocultarse puede ser lo que buscas. ¿Conoces acaso lo que te molesta?
—Bueno, no.—Y volví a sentir esas náuseas y esa debilidad, y otra vez traté de apartarlas. Y de pronto quise seguir.—Adelante.
Me acosté. Me quedé escuchando el silencio, y mirando el cielo raso, y al fin Stern dijo:

—Estás en la biblioteca. Acabas de encontrarte con la señorita Kew. Te habla. Tú le cuentas de los chicos.
Me quedé muy quieto. No pasó nada. Sí, algo pasó. Me puse duro, hasta que me dolió el cuerpo pero nada más.
Oí que Stern se levantaba y se acercaba al escritorio. Manejó algo un rato. Algo crujió y zumbó. De pronto oí mi propia voz:
—Bien. Está Janie, que tiene doce, como yo; Bonnie y Beanie que tienen ocho, y son mellizas y el bebé. El bebé tiene tres años.
Y el sonido de mi grito. Y la nada.

Como un chisporroteo en la oscuridad, salí agitando los puños. Unas manos fuertes me tomaron por las muñecas, pero no trataron de impedir que moviera los brazos. Abrí los ojos. El termos se había caído sobre la alfombra. Stern estaba agachado a mi lado, sosteniéndome los puños. Dejé de luchar.

—¿Qué pasó?
Stern me soltó y retrocedió observándome.
—Señor—dijo—, qué reacción.
Me llevé las manos a la cabeza y lancé un gemido. Stern me tiró una toalla y la usé. —¿Qué me golpeó?
—Había registrado lo que dijiste antes—explicó Stern—y como no recordabas, traté de ayudarte usando tu propia voz. A veces obra maravillas.
—Obró maravillas esta vez—gruñí.—Parece que se me saltaron los tapones.
—En efecto, ya ibas a meterte en lo que no quieres recordar y preferiste desmayarte.
—¿Por qué está tan contento?

—La última defensa—dijo concisamente.—Ya nos falta poco. Sólo otra prueba. —Oiga, cuidado. Mi última defensa será morirme.
—No tengas miedo. Ese episodio está en tu subconsciente desde hace mucho tiempo y no te hizo ningún daño.
—¿No?
—No te mató por lo menos.
—¿Cómo sabe usted que no lo hará cuando lo saquemos a luz? —Ya lo verás.
Alcé la vista y lo miré de reojo. Me pareció que Stern sabía lo que hacía.
—Sabes ahora de ti mismo bastante más que antes—dijo con voz muy suave—. Podrás examinarte interiormente. Tendrás conciencia de lo que vayas sabiendo. No del todo, quizá, pero sí lo suficiente como para protegerte a ti mismo. No te preocupes. Cree en mí. Puedo pararlo si se hace demasiado grave. Descansa. Mira el techo. Ten conciencia de tus pies. No, no te mires los pies. Alza los ojos. Tus pies, cuidado con tus pies. No los muevas, siéntelos. Cuenta los dedos de tus pies. Uno, dos, tres. Atención a ese tercer dedo. Siéntelo, siéntelo, siéntelo. Déjalo solo, aflójalo, se afloja. Los otros dedos, los de al lado, se aflojan también. Todos se aflojan, todos están flojos, todos tus dedos están flojos...
—¿Qué está haciendo?—le grité.
—Crees en mí—dijo con la misma voz sedosa—y también tus dedos creen en mí. Se aflojan porque crees en mí.
—Está tratando de hipnotizarme. No lo permitiré.
—Te vas a hipnotizar a ti mismo. Tú lo harás todo. Yo sólo te digo cómo tienes que hacerlo. Sólo pongo tus pies en el camino. No hago más que eso. Nadie puede hacerte ir a donde no quieras, pero puedes ir a donde señalan tus pies, tus pies de dedos flojos, tus...
Y así continuamente. ¿Y dónde estaban las colgantes vestiduras de oro, la mirada resplandeciente y los pases magnéticos? Stern ni me miraba. ¿Y la voz monótona que invita al sueño? Bueno. Stern sabía que yo no tenía sueño y que no quería tenerlo. Sólo deseaba ser pies. Sólo deseaba aflojarme, ser un par de pies completamente flojos. Unos pies sin cerebro, unos pies que se dirigen a alguna parte, once veces, once, tengo once años.

Me dividí en dos, y todo estuvo bien. Una parte de mí mismo miraba a la parte de mí mismo que volvía a la biblioteca. Y la señorita Kew se inclinaba hacia mí, pero no demasiado, y las hojas del periódico crujieron bajo mi cuerpo en la silla de la biblioteca, y yo me había sacado un zapato y los dedos del pie colgaban flojos... Y sentí entonces cierta sorpresa. Pues esto era hipnosis, y sin embargo me sentía totalmente consciente, inmóvil sobre el sofá, oyendo el zumbido de la voz de Stern; totalmente capaz de volverme y sentarme y hablar con él, y hasta de irme si quisiera, pero yo no quería irme...
Oh, si esto era la hipnosis, yo estaba de acuerdo, completamente de acuerdo. Yo ya la conocía. Y estaba bien.
Podía ver, sobre la mesa, el cuero repujado, y aun podía quedarme junto a la mesa con usted, con la señorita Kew, la señorita Kew, y Bonnie y Beanie que tienen ocho, y son mellizas, y el bebé. El bebé tiene tres años.
—El bebé tiene tres años—dijo ella.
Sentí una presión, algo que se estiraba y... y que se quebraba. Y con una desgarrante agonía, y una explosión de triunfo que ahogaba el dolor, todo terminó.
Y esto era lo que estaba dentro. Todo en un relámpago, pero realmente todo.

¿El bebé tiene tres años? Mi bebé hubiera tenido tres años, si hubiera existido un bebé, pero nunca existió...
Lone, me abro a ti. Me abro, ¿me abro lo bastante?
Los iris como ruedas. Sé que dan vueltas, pero nunca pude verlos. La sonda viene invisible desde su cerebro y me entra por los ojos hasta el cerebro. ¿Sabe él lo que eso significa para mí? ¿Le importa? No le importa. No lo sabe. Me examina, me vacía y yo me lleno otra vez. Bebe y espera, y espera y bebe de nuevo, y nunca mira su copa.
Cuando lo vi por vez primera, yo estaba bailando en el viento, en el bosque, al aire libre, y él me miraba desde el follaje sombrío. Lo odié por eso. No era mi bosque, no era mi prado de lunitas de oro, entretejido de helechos. Pero era mi baile, y se apoderó de mi baile... Mi baile, petrificado para siempre porque él estaba allí. Lo odié por eso, odié cómo me miraba, cómo estaba allí, hundido hasta los tobillos en los helechos suaves y húmedos, como un árbol con raíces en vez de pies, y unas ropas del color de la tierra. Cuando me detuve, él se movió, y entonces fue sólo un hombre, un gran mono de hombros cuadrados, ese animal sucio que es un hombre. Y todo mi odio fue de pronto miedo, y me sentí helada de pronto.
Él sabía lo que estaba haciendo y no le importó. Bailar... yo nunca volvería a bailar porque nunca sabría si el bosque no estaba lleno de ojos, si no estaba lleno de hombres altos, hombres parecidos a animales, descuidados y sucios. Los días de verano las ropas me pesarían en el cuerpo, y las noches de invierno viviría envuelta recatadamente en telas, como en una mortaja, y nunca volvería a bailar, nunca recordaría este baile sin recordar esos ojos. ¡Cómo lo odié! ¡Oh, cómo lo odié!
Bailaba sola en lugares ignorados. Ese era mi secreto. Y mientras tanto seguían hablando de mí como de la señorita Kew, una señorita victoriana, avejentada y anticuada, correcta y tiesa; encajes, ropa blanca y soledad. Ahora comenzaría a ser, realmente, lo que ellos decían, y ya nunca dejaría de serlo. Mi secreto... me lo habían robado.
El hombre salió a la luz del sol y vino hacia mí, con la cabeza un poco inclinada sobre un hombro. Me quedé donde estaba, helada por dentro y por fuera, con el corazón lleno de ira y la piel erizada de miedo, con un brazo extendido y el cuerpo doblado en un momento del baile. Cuando el hombre se detuvo, volví a respirar, pero sólo porque me ahogaba.
—¿Usted lee libros?—me dijo.
No podía soportar su cercanía, pero tampoco podía moverme. El hombre extendió su mano áspera y me tocó la barbilla, y me hizo levantar la cabeza y tuve que mirarlo a los ojos. Quise apartarme, pero mi rostro no abandonaba su mano, y sin embargo su mano no me retenía, sólo sostenía mi rostro.
—Tiene que leer algunos libros para mí. No tengo tiempo para buscarlos. —¿Quien es usted.?—le pregunté.
—Lone—me dijo—. ¿Va a leer libros para mí? —No. ¡Déjeme ir! ¡Déjeme ir!—No me tenía presa.
—¿Qué libros?—le pregunté.
Me golpeó en la cara, no muy fuerte, y alcé un poco más la cabeza. Dejó caer la mano, y los ojos, los iris, comenzaron a girar.
—Abra la cabeza me dijo—. Ábrala y déjeme ver.
Había libros en mi cabeza y él miraba los títulos.
No, no miraba los títulos; no sabía leer. Miraba... lo que yo sabía de los libros. De pronto me sentí terriblemente inútil. Yo sabía muy poco.
—¿Qué es eso?—preguntó ásperamente.
Comprendí. Lo había sacado de mi cabeza. Yo no sabía que estaba, pero él lo había encontrado.
—Telekinesis—dije. —¿Cómo se hace?

—Nadie sabe si es posible. Mover objetos con la mente. —Es posible—dijo—. ¿Y esto qué es?
—Teleportación. Lo mismo. Bueno, casi. Mover el propio cuerpo, pero sólo por medio de la mente.

—Sí, sí. Ya veo—dijo con cierta dureza.
—Interpenetración molecular Telepatía y clarividencia. No sé nada de todo eso. Me parece que son tonterías.
—Lea sobre eso. No importa si no entiende. ¿Qué es eso? Estaba ahí, en mi cerebro, en mis labios.
—Gestalt
—¿Qué quiere decir?
—Grupo. Como curar varias enfermedades con un solo tratamiento. Como varias ideas expresadas en una sola frase. Él todo es mayor que la suma de las partes.
—Lea sobre eso, también. Lea mucho sobre eso. Más que sobre ninguna otra cosa. Es lo más importante.
Se volvió, y cuando apartó sus ojos de los míos fue como si algo se quebrase, y trastabillé y caí de rodillas. Se hundió en el bosque sin mirar hacia atrás. Recogí mis ropas y corrí a casa. Sentí furia, como una tormenta. Sentí miedo, como un huracán.
Sabía que iba a leer los libros, sabía que iba a volver, sabía que nunca bailaría de nuevo. Así que leí los libros y volví. A veces iba todos los días, durante tres o cuatro días, y otras veces, cuando no podía encontrar algún libro, no iba durante diez. Lone estaba siempre allí en el cañaveral, esperando, de pie entre las sombras, y tomaba lo que quería de los libros y nada de mí. Nunca mencionaba nuestro próximo encuentro, y yo no podía
saber si venía diariamente o sólo los días en que yo iba a verlo.
Me hizo leer muchos libros que no me interesaban, libros sobre evolución, organizaciones sociales y culturales, mitología y, principalmente, simbiosis. No se podía decir que yo hablara con él. Nada audible se producía entre nosotros, salvo sus pequeños gruñidos de sorpresa o sus débiles murmullos de interés.
Arrancaba los libros de mi mente como hubiera podido arrancar las fresas de una planta y de un solo tirón. Olía a sudor, a tierra, y a los jugos de las hojas y los tallos que aplastaba al caminar por el bosque.

Si algo aprendía de los libros, nada demostraba.
Hasta que un día se sentó a mi lado y me planteó un problema.

—¿Qué libro tiene algo como esto? me preguntó, y se quedó pensando un rato. Una termita no puede digerir la madera, pero sí el microbio que vive en la termita, y entonces la termita se alimenta de lo que deja el microbio. ¿Qué es eso?

—Simbiosis—recordé. Recordé la forma en que sacó el significado de las palabras y tiró las palabras. —Dos formas de vida que se necesitan para vivir.
—Sí, bueno, ¿hay algún libro que hable de cuatro o cinco seres que vivan de ese modo?
—No sé.
—¿Qué es esto?—me preguntó entonces—. Imagínese una estación de radio, y luego cuatro o cinco receptores. Cada receptor mueve una máquina diferente. Una cava, por ejemplo, la otra vuela y la otra hace ruido, pero todas reciben órdenes del mismo lugar. Y cada una de ellas tiene, sin embargo, su propia fuente de energía y una determinada función. Bueno, ¿hay, en vez de radio y receptores, algo vivo que se parezca a eso?
—¿Varios organismos que fueran partes de un todo, y partes independientes a la vez? No lo creo... únicamente que usted se refiera a una organización social, como un equipo, o como un grupo de trabajadores que obedecen aun mismo patrón.
—No—dijo Lone inmediatamente—. No es eso. Como un solo animal.
Y su mano entreabierta se movió en el aire y yo comprendí lo que quería decir. —¿Quiere decir una forma de vida gestalt?—pregunté. ¡Es imposible! —Ningún libro habla de eso, ¿no?
—Ninguno que yo conozca.
—Necesito saber algo más—dijo lentamente—. Ese ser existe. Quiero saber si se ha producido antes.
—No entiendo cómo eso pueda existir.
—Existe. Una parte que investiga, una parte que calcula, una parte que descubre y una parte que habla.
—¿Que habla? Sólo los seres humanos hablan. —Ya lo sé—me dijo, y se levantó y se fue.

Busqué en todas partes un libro que hablase de ese ser, pero no fui capaz de encontrarlo. Volví y se lo dije. Se quedó quieto mucho tiempo, con los ojos clavados en la doble línea azul de las lomas del horizonte. Luego me miró con esos ojos y esos iris en movimiento y buscó dentro de mí.
—Usted aprende, pero no piensa—dijo, y miró otra vez hacia las lomas.—Todo esto pasa entre seres humanos—añadió. Pasa, parte por parte, ante las narices de la gente, y nadie se da cuenta. Algunos leen el pensamiento. Otros mueven objetos con la mente. Otros se trasladan del mismo modo. Otros, en fin, resuelven cualquier problema. Sólo falta quien junte todo eso, como lo hace un cerebro; alguien que gobierne todas las partes: la que toca, la que tiene calor, la que camina, la que piensa, y todas las demás...
Yo soy eso—terminó abruptamente.
Se quedó callado tanto tiempo que pensé que me había olvidado. —Lone—dije—, ¿qué hace usted en el bosque?
—Espero—dijo—. Aún no estoy terminado.—Me miró a los ojos y lanzó un gruñido de irritación.—No quiero decir «terminado» en ese sentido. Quiero decir... que no estoy completo todavía. ¿Vio cómo un gusano cortado en pedazos vuelve a completarse?
Bueno, olvide que lo han cortado. Suponga que crece así, a partir de un pedazo. ¿Se da cuenta? Estoy uniendo partes. No estoy terminado. Y busco un libro que hable de lo que yo seré algún día.
—No conozco ese libro. ¿No me puede decir algo más? Quizá entonces pueda pensar en un libro parecido, o en un lugar donde podría buscarlo.
—Sólo sé que tengo que hacer lo que hago, como un pájaro que tiene que hacer su nido, cuando llega el momento. Y sé que cuando yo esté hecho, no podré sentirme demasiado orgulloso. Seré como un cuerpo más ágil y más fuerte que todos los otros cuerpos, pero me faltará la cabeza. Aunque quizá eso me pase porque soy de los primeros. Esa imagen suya, ese hombre de las cavernas.
—Neanderthal.
—Eso es. Piense en él. No era gran cosa. Sólo un proyecto. Yo seré lo mismo. Pero un día, cuando ya esté organizado, aparecerá quizá la cabeza, y entonces valdré algo.
Gruñó satisfecho—y se alejó.

Busqué y busqué, días enteros, pero no pude encontrar lo que él quería. Encontré una revista que afirmaba que el próximo paso importante, en la evolución humana, sería de orden psíquico antes que físico, pero no decía nada acerca de... ¿cómo lo llamaré? ¿Un organismo gestalt? Encontré algo acerca de un moho de los pantanos, pero se parecía más a una colonia de amebas que a una simbiosis.

Para mi mente poco científica, poco curiosa, no había nada como lo que él pretendía, excepto quizá una banda de música en marcha: cada uno de los músicos toca un instrumento diferente, con una técnica diferente y notas diferentes, y todos juntos hacen una sola cosa. Pero no era eso lo que él quería decir.
Por lo tanto fui a verlo. El sol ya se ponía y corría un aire fresco, y Lone tomó lo poco que había en mis ojos y me dio la espalda, enojado, lanzando una palabrota que no quiero recordar.
—No ha podido encontrarlo—me dijo—. No vuelva.
Se levantó y se alejó, y se apoyó de espaldas en un abedul descortezado, y se quedó mirando las sombras susurrantes movidas por la brisa. Creo que se había olvidado de mí; o quizá sumergido en sus extraños pensamientos no oyó el ruido de mis pasos. Le hablé, desde muy cerca, y dio un salto, como un animal asustado.

—Lone—dije,—no me acuse. Hice todo lo que pude.—Se dominó y me miró con aquellos ojos.
—¿Que no la acuse? ¿Quién la acusa?
—No tuve éxito—le dije—, y está usted enojado. Me miró tanto tiempo que me sentí incómoda. —No sé de qué habla—me dijo.
Yo no quería que se fuera. Pero se iría. Se iría dejándome con un solo pensamiento: yo no le importaba. Ya no era crueldad o ligereza. Era indiferencia. La indiferencia de un gato ante un tulipán entreabierto.
Lo tomé por los brazos e intenté sacudirlo. Hubiera sido lo mismo que querer mover el frente de una casa.
—¡Usted tiene que saberlo!—le grité—. Sabe lo que leo. ¡Tiene que saber lo que pienso!—Lone sacudió la cabeza. Me enfurecí.—Soy un ser humano, una mujer. Me utilizó varias veces sin darme nada. Destrozó mis costumbres y mis hábitos, haciéndome leer a toda hora, haciéndome venir bajo la lluvia y los domingos, y no se fijó en mí, y ni siquiera me habló. No sabe nada de mí y no le importa. Me hizo venir bajo un terrible hechizo y ahora, ahora que ha terminado, me dice «no vuelva».
—¿Tengo que darle algo por lo que tomé?
—Creo que sí.
Lone lanzó aquel breve murmullo de interés. —Qué quiere que le dé. No tengo nada.
Me alejé de él. Sentí... no sé lo que sentí. Y dije entonces:
—No sé.
Se encogió de hombros y se dio vuelta. Di casi un salto hacia él, reteniéndolo.

—Quiero que...
—Bueno, maldita sea, ¿qué quiere?
No podía mirarlo. Apenas podía hablar.
—No sé. Hay algo, pero no sé lo que es. Es algo que... No puedo decir si lo sé.—Lone sacudió la cabeza, y volví a tomarlo de los brazos.—Ha leído los libros que hay en mí, ¿no puede leer el... el yo que hay en mí?
—Nunca lo probé.—Se acercó y me tomó la cara.—A ver—dijo.
De sus ojos salió aquella extraña sonda, y entró en mí y yo grité. Me retorcí tratando de huir. Yo no había querido eso, estaba segura, no lo había querido. Luché terriblemente. No sé en qué momento Lone me tomó entre sus manos y me alzó en el aire. Cuando terminó, me dejó caer. Me doblé en el suelo, y. me eché a llorar. Lone se sentó a mi lado. No trató de tocarme. No trató de irse. Me tranquilicé y me puse en cuclillas, y esperé.
—No volveré a hacer eso muchas veces—me dijo.
Me senté, me envolví las piernas con la falda y puse la cabeza sobre las rodillas levantadas para poder verle la cara.
—¿Qué pasó?
Lanzó una maldición.
—Qué condenada confusión lleva usted ahí dentro. Treinta y tres años de edad...
¿Para qué quiere vivir así?
—Vivo muy bien—dije algo picada.
—Si—respondí.—Completamente sola durante diez años, excepto alguien para hacer el trabajo. Nadie más.
—Los hombres son animales, y las mujeres...
—¿Realmente odia a las mujeres? Todas saben algo que usted ignora.
—No quiero saber. Soy feliz así.

—Como un infierno.
No le contesté. No me gusta ese modo de hablar.
—De mí desea dos cosas. Ninguna de ellas tiene sentido.
Me miró, y por primera vez vi alguna expresión en su rostro: estaba asombrado.—
Quiere saberlo todo de mí, de dónde vengo, y cómo llegué a ser lo que soy.
—Sí. Quiero saber eso. Pero ¿y esa otra cosa que deseo, y que usted conoce y yo no? —Nací  en  algún  lugar  y  crecí  como  un  matorral  en  alguna  parte—dijo  Lone ignorándome. La gente ni siquiera intentó meterme en el asilo. Así crecí, destinado a ser
el idiota del pueblo. Pude haberlo sido, pero me metí en los bosques. —¿Por qué?
Pensó un rato y luego dijo:
—Quizá porque no entendía el modo de vivir de la gente. En el bosque podía crecer a mi gusto.
—¿Cómo?
Mi pregunta atravesó esa lejanía que nacía y moría, continuamente, entre nosotros. —Como eso que busqué en sus libros...
—Nunca me lo explicó.
—Aprende, pero no piensa—dijo como aquella otra vez—. Se trata de algo así como...
bueno, una persona. Está hecha de partes diferentes, pero es una sola persona. Tiene manos, piernas, una voz y un cerebro. Eso soy yo, el cerebro. Condenadamente débil, pero por ahora no hay otro.
—Usted está loco.
—No. No lo estoy—dijo sin inmutarse y con mucha firmeza—. Ya tengo la parte que es manos. Puedo llevarlas a cualquier sitio, y ellas hacen allí lo que yo quiero, aunque son aún demasiado jóvenes para hacer ciertas cosas. Tengo también la parte que habla. Esta es realmente buena.
—No me parece que usted hable muy bien—le dije. Yo no podía tolerar un lenguaje incorrecto.
Lone se sorprendió.
—¡No hablo de mí! Ella está allá, con los otros.
—¿Ella?
—La parte que habla. Ahora necesito a alguien que piense, uno que tome una cosa y la junte con otra y dé la respuesta exacta. Y cuando todo esté terminado, y cuando todo comience a funcionar, seré ese ser de que le hablé. ¿Comprende? Sólo que... desearía que tuviese una cabeza mejor que yo.
Todo me daba vueltas. —¿Cómo empezó todo eso?
Lone me miró gravemente:
—¿Cómo empieza a crecer el pelo en las axilas?—me preguntó—Nunca se sabe cómo pasan esas cosas. Pasan, nada más.
—¿Qué es eso... que hace usted cuando me mira a los ojos?
—¿Quiere saber cómo se llama? No lo sé. No sé tampoco cómo lo hago. Solo sé que la gente me obedece. Usted va a olvidarme.
—No quiero olvidarlo—dije con voz ahogada.
—Lo hará. No comprendí en ese momento si él quería decir que yo olvidaría o que yo tendría que olvidar.
—Me odiará, y más tarde, después de mucho tiempo, se sentirá agradecida. Quizá algún día pueda hacer algo por mí. Se sentirá tan agradecida, que estará contenta de hacerlo. Pero lo olvidará todo, salvo una especie de... sentimiento. Y mi nombre, quizá.
No sé qué me movió a preguntarle, casi con desesperación: —¿Y nadie sabrá nada de usted y de mi?
—No—dijo—. Excepto... bueno, excepto la cabeza del ser, como yo, o alguna mejor.
Lone comenzó a incorporarse, pesadamente.
—¡Oh, espere, espere!—grité. No debía irse todavía, no debía irse. Era una bestia sucia y enorme, pero de algún modo terrible yo era, ahora, su esclava.—No me ha dado eso otro... cualquier cosa que sea.
—Ah, sí—dijo.—Eso.
Se movió como un relámpago. Sentí una presión, algo que se estiraba y... se quebraba.
Y con una desgarrante agonía y una explosión de triunfo que ahogaba el dolor, todo terminó.

Así, salí, por dos niveles distintos:

Con once años, agotado por la agonía de esa increíble entrada en él yo de otra persona.
Con quince años, acostado en el sofá mientras Stern proseguía:
—...totalmente, totalmente flojos, los tobillos y las piernas tan flojos como los pies, el vientre flojo, la nuca floja lo mismo que el vientre, todo se ablanda y afloja, y aún mas...
Me senté en el sofá y puse los pies en el piso. —Muy bien—dije.
Stern pareció un poco molesto.
—Esto va a dar resultado—dijo, pero sólo si cooperas conmigo. Descansa...
—Ya dio resultado. —¿Qué?

—Todo, de la A a la Z.—Hice castañetear los dedos: —Así.
Stern me lanzó una mirada inquisitiva.
—¿Qué quieres decir?
—Era allí, donde usted decía, en la biblioteca. Cuando yo tenía once años. Cuando ella dijo: «El bebé tiene tres años». Todo lo que estaba hirviendo en ella, desde hacía tres años, desbordó en ese instante inundándolo todo. Me alcanzó, con todas sus fuerzas. Y yo era sólo un chico, descuidado, indefenso. Vino con mucho... dolor. Yo nunca hubiera imaginado que existiera tanto dolor.

—Sigue—dijo Stern.
—Eso fue todo realmente. Quiero decir, lo que me hizo a mí. Era en sí un buen pedazo de la señorita Kew. Lo que le había ocurrido durante cuatro meses, sin faltar un solo detalle. Conocía a Lone.
—¿Quieres decir toda una serie de episodios? —Eso es.
—¿Viste toda una serie a la vez? ¿En menos de un segundo?
—Eso es. Mire, durante ese instante fui ella, ¿se da cuenta? Fui ella, todo lo que ella había hecho, todo lo que ella había pensado, todo lo que había oído y sentido. Todo, todo. Todo en su orden, si yo así lo quería. Cualquiera de las partes, si sólo quería una de ellas. Si yo fuese a decirle lo que voy a almorzar, ¿tendría que contarle todo lo que hice desde que nací? No. Le digo que fui ella, y desde entonces, y para siempre, tengo, de ese asunto, los mismos recuerdos que ella. Como en un relámpago.
—Una gestalt—murmuró Stern.
—¡Ajá!—dije y pensé un rato en eso. Pensé en muchas cosas. Las aparté por el momento y añadí—: ¿Cómo no lo supe antes?
—Lo habías reprimido. Me puse de pie, excitado.
—No comprendo por qué. No lo comprendo de veras.
—Una repulsión natural, me imagino—dijo Stern—¿Qué te parece esto? Te disgusta ser mujer aun un instante.

—Me dijo al principio que yo no tenía esa clase de problemas.
—Bueno, ¿qué te parece esto? Dices que sentiste dolor en ese momento. Pues bien, no quisiste recordarlo para no sentir otra vez ese dolor.
—Déjeme pensar. Déjeme pensar. Sí, sí, eso es, en parte. El meterse en la mente de otro. La señorita Kew me abrió su mente porque yo le recordaba a Lone. Entré. No estaba preparado. No lo había hecho nunca excepto quizá un poco, con gente que se me había resistido. Esta vez entré del todo, y fue demasiado. Me asusté tanto que no quise intentarlo otra vez. Y allí se quedó, oculto, escondido. Pero comencé a desarrollarme y mi poder se desarrolló conmigo, y yo aún temía usarlo. Y cuanto más crecía, más sentía, profundamente, que la señorita Kew tenía que morir, antes que ella matara... lo que soy. ¡Dios mío!—grité—¿Sabe usted lo que soy?
—No—dijo. Stern—. ¿Quieres decírmelo? —Me gustaría—respondí—Oh, si, me gustaría.
Stern tenía una expresión atenta, profesional. No creía ni dejaba de creer. Aceptaba. Yo tenía que decírselo, y de pronto comprendí que me faltaban las palabras. Conocía las cosas.. pero me faltaban los nombres.
Lone tomó el significado y tiró las palabras. Y antes: Lea libros. Lea libros para mí.

Aquella mirada. Aquel abrirse de la mente. Me volví hacia Stern. Alzó la vista hacia mí.
Me acerqué. Se sorprendió en un principio, luego, dominándose, se aproximó un poco más.
—Dios mío—murmuró.—No había visto esos ojos. Juraría que los iris giran como ruedas.

Stern había leído libros. Yo no sabía que se hubieran escrito tantos libros. Me deslicé dentro de él, y empecé lo buscar lo que quería.
No puedo decir, exactamente, a qué se parecía esa experiencia. Era tomo entrar en un túnel, y en ese túnel, en todas partes, en el techo y las paredes asomaban unos brazos de madera como esos que se ven en las ferias, en los tiovivos, esos brazos de donde se sacan las anillas. Había una anilla en el extremo de cada brazo, y uno podía tomar lo que quisiese.

Ahora imagine que su mente decide qué anillas quiere tomar, y que los brazos sólo tienen esas anillas. Suponga ahora que usted tiene mil manos para tomar esas anillas,

y que el túnel es de un millón de kilómetros de largo, y que usted puede ir de un extremo a otro del túnel sacando anillas. y en un solo abrir y cerrar de ojos. Bueno, era algo semejante, sólo que más fácil.
Fue más fácil para mí de lo que había sido para Lone.
Me incorporé apartándome de Stern. Parecía enfermo y asustado.
—Todo está bien—dije.
—¿Qué me has hecho?
—Necesitaba algunas palabras. Vamos, vamos, no olvide su profesionalidad
Tuve que admirarlo. Se guardó la pipa en el bolsillo y se apretó las puntas de los dedos contra la frente y las mejillas. Luego se sentó, y ya estaba bien otra vez.
—Comprendo—le dije. — Así se sintió la señorita Kew cuando Lone le hizo lo mismo.
—¿Qué eres?
—Se lo diré. Soy el ganglio central de un organismo complejo compuesto por el bebé, un computador; Bonnie y Beanie, teleportadores; Janie, telekenicista, y yo mismo telépata y centro de gobierno. Todo lo que somos ha sido ya documentado: la teleportación de los yoguis, la telekinesis de algunos jugadores, los genios aritméticos. y. principalmente, lo que algunosatribuyen a los fantasmas: muebles que se mueven, el instrumento es una niña. Sólo que en este caso cada una de mis partes es capaz de ejecutar un trabajo óptimo.

Lone organizó este ser, o el ser se formó a su alrededor, poco importa. Reemplacé a Lone, pero cuando él murió yo estaba todavía poco desarrollado, y por otra parte, ese episodio que viví con la señorita Kew me reprimió totalmente. Tiene usted razón cuando supone que el temor al dolor impidió que yo descubriera qué encerraba ese episodio.
Pero había otro motivo para que yo no quisiese cruzar esa barrera, la barrera de «el bebé tiene tres años»
Ya dijimos que para mí debía haber algo de más valor que la seguridad que nos daba la señorita Kew. ¿Puede ver ahora qué era eso. Mi organismo gestalt estaba a punto de morir a causa de esa seguridad. Comprendí que la señorita Kew tenía que morir o ese ser, yo, moriría. Oh. Las partes seguirían viviendo; dos negritas casi mudas, una niña introspectiva con cierto talento para el arte, un idiota mongoloide y yo... un noventa por ciento de posibilidades sin aplicación y otro diez por ciento de delincuente juvenil. Me reí.—Claro, tenía que morir. Era necesario para salvar el organismo gestalt.
Stern murmuró algo entre dientes y comenzó a decir:
—No comprendo...
—No necesita comprender.—Me reí otra vez.—Esto es magnífico. Muy bueno, realmente bueno. Bien, escúcheme. Es un asunto que puede interesarle. Como psiquiatra, quiero decir. Hemos hablado de represiones. Yo no podía pasar «el bebé tiene tres años» porque ahí estaba el secreto de lo que yo era realmente. No quería descubrirlo porque temía recordar que yo era dos cosas: un chico al cuidado de la señorita Kew y algo endemoniadamente más complicado. No podía ser ambas cosas a la vez y no quería librarme de ninguna de ellas.
—¿Y ya lo has conseguido?—dijo Stern sin levantar los ojos de la pipa. —Sí.
—¿Y ahora?
—¿Qué quiere decir?
Stern se echó hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla.

—¿No se te ha ocurrido que este... organismo gestalt ya está muerto?
—No lo está.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo sabe su cabeza que su brazo funciona?
Stern se tocó la cara.
—Y entonces... ¿ahora qué?
Me encogí de hombros.
—¿Si el hombre de Pekín hubiese visto la figura erecta del Homo sapiens hubiera dicho «ahora qué»? Viviremos, eso es todo. Como un hombre, como un árbol, como cualquier cosa viviente. Nos alimentaremos y creceremos, experimentaremos y nos multiplicaremos. Nos defenderemos.—Extendí las manos.—Haremos cualquier cosa.
—¿Pero qué podéis hacer?
—¿Qué puede hacer un motor eléctrico? Depende de la cosa a que apliquemos nuestra fuerza.
Stern estaba muy pálido.
—¿Y qué quisieras hacer tú?
Pensé un momento. Stern me esperó sin añadir una palabra.
—¿Sabe qué?—dije al fin—. Desde que nací la gente me trató siempre a las patadas. Luego me recogió la señorita Kew. ¿Y qué ocurrió entonces? Ella casi me mata.
—Pensé otra vez.—Todo el mundo se divierte, excepto yo. Con esa diversión que consiste en golpear a los más pequeños, a los que no pueden responder. O con esos favores con los que terminan por apoderarse de uno, o por matarlo a uno.—lo miré y sonreí.—Voy a divertirme. Eso es todo.
Stern me volvió la espalda. Creí que iba a levantarse y a caminar por la habitación, pero de pronto se dio vuelta otra vez. Supe, entonces que no me quitaría los ojos de encima.

—Has cambiado mucho desde que entraste aquí. —Es usted un buen sanacabezas.
—Gracias—dijo Stern amargamente—. Y te imaginas que ya estás curado, listo para comenzar a rodar por ahí.
—Claro. ¿Usted no? Stern meneó la cabeza.
—Sólo has descubierto lo que eres. Tienes mucho más que aprender. Traté de no impacientarme.
—¿Como por ejemplo?
—Como saber qué le ocurre a la gente que arrastra una culpa como la tuya. Eres diferente, Gerry, pero no tanto.
—¿Debo sentirme culpable por haber salvado mi vida? Stern fingió no oírme.
—Otra cosa. Te he oído decir que te pasaste la vida odiando a todo el mundo. ¿Pensaste alguna vez por qué?
—No sabría decirlo.
—En parte porque estuviste tan solo. Por eso mismo vivir con otros chicos, y luego con la señorita Kew, significó tanto para ti.
—¿Y qué? Todavía tengo a los chicos. Stern sacudió la cabeza lentamente.
—Tú y esos chicos formáis una sola criatura. Única. Sin precedentes.—Me apuntó con su pipa.—Sola.
La sangre se me subió a la cabeza. —Cállese.
—Piensa un poco—dijo Stern suavemente—. Podéis hacer prácticamente lo que se os ocurra. Podéis conseguir cualquier cosa. Y nada impedirá que estéis solos.
—Cállese, cállese... Todos están solos.

—Sí—dijo Stern—, pero algunos aprendieron a vivir en soledad.
—¿Cómo?
—Saben algo—dijo Stern al cabo de un rato—que tú ignoras totalmente. Si te lo dijera no lo entenderías.
—Dígamelo y veremos.
Me miró de un modo muy raro.
—Algunas veces lo llaman moral.
—Me parece que tiene razón. No sé de qué habla.—Me sacudí.—Tiene miedo—le dije—. Tiene miedo del Homo gestaltiensis.
—Stern hizo un tremendo esfuerzo y sonrió.
—Eso es terminología bastarda
—Somos un ser bastardo—le respondí.—Siéntese—añadí, indicándole dónde.
Stern atravesó el cuarto silencioso y se sentó ante el escritorio. Me incliné hacia él y comenzó a dormir con los ojos abiertos. Me incorporé y lancé una mirada alrededor del cuarto. Tomé el termos, lo llené de agua y lo puse encima de la mesa. Arreglé una punta de la alfombra, y coloqué una toalla limpia en la cabecera del sofá. Me acerqué al costado del escritorio, lo abrí y observé el alambre de grabación.
Como si extendiera una mano, llegó Beanie, y se detuvo junto al escritorio, con los ojos muy abiertos.
—Mira—le dije—. Fíjate bien. Quiero borrar este alambre. Pregúntale al bebé cómo se hace.
Me guiñó un ojo y se inclinó sobre el grabador. Estuvo allí un momento, y se fue y volvió, simplemente. Me apartó e hizo girar dos perillas, y luego movió una llave que sonó dos veces. El alambre corrió hacia atrás rápidamente, susurrando.
—Está bien—dije.—. Puedes irte.
Beanie desapareció.
Tomé mi chaqueta y fui hacia la puerta. Stern estaba sentado todavía ante el escritorio, con los ojos abiertos.
—Un buen sanacabezas—murmuré.
Me sentía magníficamente.
Esperé un rato afuera, y luego volví a entrar en el cuarto. Stern levantó la cabeza.
—Siéntate ahí, hijito
—Caramba—dije.—Lo siento, señor. Me equivoqué de oficina. —No es nada—respondió Stern.
Salí y cerré la puerta. Durante todo el trayecto al puesto de policía me fui riendo entre dientes. Les conté una historia a propósito de la señorita Kew y les gustó. Y aún a veces me río acordándome de este Stern, de cómo se habría explicado la pérdida de una tarde y la ganancia de un billete de mil. Mucho más divertido que recordarlo muerto. ¿Qué demonios es la moral, al fin y al cabo?


 (De Más que humano, 1953. Versión en castellano de José Valdivieso. Bs. As.: Minotauro, 1968)


THEODORE STURGEON (EE. UU., 1918-1985)

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